La Opinión
Suscríbete
Elecciones 2023 Elecciones 2023 mobile
El humo del tabaco de mi padre
A  ratos siento envidia de aquella felicidad de mi padre. De aquella tranquilidad espiritual que denotaba cuando a sus noventas y dos años, sentado en un viejo sillón de su habitación, se recostaba al caer de la tarde a mecerse pausadamente frente a la ventana, impulsado por el leve movimiento que sus vetustas piernas hacían al afianzarse rectangularmente sobre el piso de su cuadriculado rincón crepuscular.
Sábado, 10 de Enero de 2015
A  ratos siento envidia de aquella felicidad de mi padre. De aquella tranquilidad espiritual que denotaba cuando a sus noventas y dos años, sentado en un viejo sillón de su habitación, se recostaba al caer de la tarde a mecerse pausadamente frente a la ventana, impulsado por el leve movimiento que sus vetustas piernas hacían al afianzarse rectangularmente sobre el piso de su cuadriculado rincón crepuscular. Recostada su cabeza hacia atrás iniciaba su cotidiano ritual como si se tratara de un recreo tardío, que a sus años quisiera cobrarle al espacio de tiempo que lo había atado inexorablemente al arduo ejercicio de vivir largamente.

De su boca, como un pebetero hierático, recto, grave y silencioso, ascendía el humo de su tabaco, el cual se iba adhiriendo lentamente a las estrías del cielo raso, buscando los delgadillos promontorios de la madera para rodearlos y luego hundirse en los espacios imperceptibles dejados por los clavos solitarios, hasta evadirse sigilosamente de la quejumbrosa prisión de la penumbra.

No se porqué al recordar aquel ritual, vuelvo a sentir la misma sensación que ayer sentía al contemplarlo. Era como si los pensamientos de aquel viejo inolvidable, se elevaran hacia el infinito al través del humo y su cuerpo maltrecho se liberaba de sus achacosas dolencias, para irse detrás de aquella inefable corriente de ondas mágicas surgidas de su pecho como alas de fuego. Era como si el holocausto del tabaco alegrara de tal manera a Dios, que por instantes, al través de ondeantes escaleras de humo, lo acercara hasta su regazo

Y es que el tabaco en manos de mi viejo, tomaba una dimensión callada y emocionante. Adquiría como un sagrado misticismo inexplicable. Parecía tener alma y purificarse al ser encendido entre sus dedos. La brasa incandescente limpiaba su espíritu, al consumir la vegetal carne de sus hojas. De ahí que los gruesos paquetes de tabaco que mantenía guardados en su cuarto, silenciosos y herméticos, fueran como monjes severos que van a su Tebaida. La hoja humilde que conformaba su esencia, contenía el fluido de las transformaciones supremas que elevaban y dignificaban su excepcional materia; se convertían en una misteriosa ceniza blanca que simbolizaba la muerte del tabaco, a cambio de alargar la vida de mi padre que, rodeada de un transparente humo azul, parecía encendida eternamente.

Definitivamente, para mi padre, el tabaco era algo más que un amigo sincero; era su compañero inseparable, su máxima expresión de lo agradable. En la soledad de sus horas de otoño, lo acompañaba reconfortablemente. Y era que al contrario de los demás objetos inertes, al tabaco Dios le concedió un pequeño trozo de vida. Diferente a lo que suele ocurrir con los retratos de nuestros antepasados o con las sillas tiesas que adornan la viejas casas ancestrales o con los libros sabios enfilados en los estantes de madera o con el lecho solitario que espera por la vida agazapado en un rincón donde nada palpita, nada se mueve, el tabaco colocado con la ceniza hacia arriba sobre el tintero, despide ligeras espirales  móviles llenas de vida, que suelen guiñarnos los ojos al ascender al cielo. Al observarlo encendido en su habitual cenicero de cristal, sabemos que palpita en su interior y que suele sonreírnos con frecuencia, mientras su alma se consume lentamente junto a nosotros sin jamás quejarse, por que conlleva el mi
lagro de pasar, mientras los otros deberán quedarse. Y es que el retrato y el libro estarán siempre ahí, estáticos, inertes, sin moverse, en medio del tabaco que se yergue para volver a morir y repetirse en la efímera vida que le queda, cada vez que en el humo ha de encenderse.

La tarde en que mi padre murió, el humo del tabaco pareció vestirse de negro al apagarse.

impulsado por el leve movimiento que sus vetustas piernas hacían al afianzarse rectangularmente sobre el piso de su cuadriculado rincón crepuscular. Recostada su cabeza hacia atrás iniciaba su cotidiano ritual como si se tratara de un recreo tardío, que a sus años quisiera cobrarle al espacio de tiempo que lo había atado inexorablemente al arduo ejercicio de vivir largamente.

De su boca, como un pebetero hierático, recto, grave y silencioso, ascendía el humo de su tabaco, el cual se iba adhiriendo lentamente a las estrías del cielo raso, buscando los delgadillos promontorios de la madera para rodearlos y luego hundirse en los espacios imperceptibles dejados por los clavos solitarios, hasta evadirse sigilosamente de la quejumbrosa prisión de la penumbra.

No se porqué al recordar aquel ritual, vuelvo a sentir la misma sensación que ayer sentía al contemplarlo. Era como si los pensamientos de aquel viejo inolvidable, se elevaran hacia el infinito al través del humo y su cuerpo maltrecho se liberaba de sus achacosas dolencias, para irse detrás de aquella inefable corriente de ondas mágicas surgidas de su pecho como alas de fuego. Era como si el holocausto del tabaco alegrara de tal manera a Dios, que por instantes, al través de ondeantes escaleras de humo, lo acercara hasta su regazo

Y es que el tabaco en manos de mi viejo, tomaba una dimensión callada y emocionante. Adquiría como un sagrado misticismo inexplicable. Parecía tener alma y purificarse al ser encendido entre sus dedos. La brasa incandescente limpiaba su espíritu, al consumir la vegetal carne de sus hojas. De ahí que los gruesos paquetes de tabaco que mantenía guardados en su cuarto, silenciosos y herméticos, fueran como monjes severos que van a su Tebaida. La hoja humilde que conformaba su esencia, contenía el fluido de las transformaciones supremas que elevaban y dignificaban su excepcional materia; se convertían en una misteriosa ceniza blanca que simbolizaba la muerte del tabaco, a cambio de alargar la vida de mi padre que, rodeada de un transparente humo azul, parecía encendida eternamente.

Definitivamente, para mi padre, el tabaco era algo más que un amigo sincero; era su compañero inseparable, su máxima expresión de lo agradable. En la soledad de sus horas de otoño, lo acompañaba reconfortablemente. Y era que al contrario de los demás objetos inertes, al tabaco Dios le concedió un pequeño trozo de vida. Diferente a lo que suele ocurrir con los retratos de nuestros antepasados o con las sillas tiesas que adornan la viejas casas ancestrales o con los libros sabios enfilados en los estantes de madera o con el lecho solitario que espera por la vida agazapado en un rincón donde nada palpita, nada se mueve, el tabaco colocado con la ceniza hacia arriba sobre el tintero, despide ligeras espirales  móviles llenas de vida, que suelen guiñarnos los ojos al ascender al cielo. Al observarlo encendido en su habitual cenicero de cristal, sabemos que palpita en su interior y que suele sonreírnos con frecuencia, mientras su alma se consume lentamente junto a nosotros sin jamás quejarse, por que conlleva el milagro de pasar, mientras los otros deberán quedarse. Y es que el retrato y el libro estarán siempre ahí, estáticos, inertes, sin moverse, en medio del tabaco que se yergue para volver a morir y repetirse en la efímera vida que le queda, cada vez que en el humo ha de encenderse.

La tarde en que mi padre murió, el humo del tabaco pareció vestirse de negro al apagarse.

: PABLO CHACON MEDINA

Pablochaconmedinaazul@hotmail.com

Definitivamente, para mi padre, el tabaco era algo más que un amigo sincero; era su compañero inseparable, su máxima expresión de lo agradable. En la soledad de sus horas de otoño, lo acompañaba reconfortablemente. Y era que al contrario de los demás objetos inertes, al tabaco Dios le concedió un pequeño trozo de vida. Diferente a lo que suele ocurrir con los retratos de nuestros antepasados o con las sillas tiesas que adornan la viejas casas ancestrales o con los libros sabios enfilados en los estantes de madera o con el lecho solitario que espera por la vida agazapado en un rincón donde nada palpita, nada se mueve, el tabaco colocado con la ceniza hacia arriba sobre el tintero, despide ligeras espirales  móviles llenas de vida, que suelen guiñarnos los ojos al ascender al cielo. Al observarlo encendido en su habitual cenicero de cristal, sabemos que palpita en su interior y que suele sonreírnos con frecuencia, mientras su alma se consume lentamente junto a nosotros sin jamás quejarse, por que conlleva el mi
lagro de pasar, mientras los otros deberán quedarse. Y es que el retrato y el libro estarán siempre ahí, estáticos, inertes, sin moverse, en medio del tabaco que se yergue para volver a morir y repetirse en la efímera vida que le queda, cada vez que en el humo ha de encenderse.

La tarde en que mi padre murió, el humo del tabaco pareció vestirse de negro al apagarse.
Temas del Día