Miércoles, 1 de Febrero de 2012
El énfasis constante que entre los sectores dirigentes de Colombia suscitan los hechos de violencia -y sobre todo los que provienen de las organizaciones armadas ilegales- es el de combatir a sus actores mediante procedimientos de fuerza.
Sobre el conflicto armado colombiano, cuyas acciones ofensivas tienen cerca de medio siglo, no se ha consolidado una interpretación seria, aunque no han faltado diagnósticos acertados. No se han querido tomar en cuenta las causas que le han servido de caldo de cultivo y que han sostenido su prolongación. Y no porque no se hayan demostrado, sino debido a la intención de algunos de no querer ver esa realidad. Es como hacer recurrente el ejercicio del avestruz de meter la cabeza en la tierra para esquivar el entorno externo. Esa misma posición ha debilitado la posibilidad de buscar una salida negociada que lleve a un compromiso de paz a las partes contrapuestas.
La pobreza, con todas sus secuelas de degradación, es fuente de las violencias que se han desbordado en el país, bien como expresión de guerrillas, o como respuestas del paramilitarismo y de otros grupos aferrados a imponer su ley a sangre y fuego. La pobreza es el resultado de la inequitativa distribución del ingreso nacional. Y este hecho genera desajustes de alcance social, lleva a la exclusión, impone privilegios, estimula abusos y facilita que los bienes comunes tengan un aprovechamiento desviado en beneficio de quienes ejercen un mayor control del poder.
La sociedad de clases no es un invento de teóricos caprichosos. Es la realidad determinada por la desigualdad. Y la desigualdad procede del sistema de reparto inequitativo del ingreso nacional. Mientras unos pocos se apoderan de la riqueza del país, la mayoría de la población padece necesidades cada vez más sentidas y con menor margen de satisfacción. El monopolio de la tierra en Colombia, por ejemplo, es uno de los rasgos más ostensibles de la brecha que existe entre los grandes propietarios y el campesino raso. Ninguna reforma agraria ha introducido una corrección de justicia a esa distorsión.
La diferencia de clases está demostrada en la educación, en la salud, en la seguridad, en la vivienda y en la prestación de los servicios.
La realidad es que los acosos de la desigualdad, que es la división impuesta por la distribución del ingreso, arrastra a no pocas personas a la inconformidad. Y si no encuentran canales adecuados para expresarse o resolver sus problemas pueden caer en la inconformidad que lleva a la insurrección o a la desesperación que puede expresarse en términos de lucha armada. Lo cual no ha se ha dado solamente en Colombia. La historia de la humanidad está surtida de manifestaciones de ese orden.
Por eso, la solución del conflicto armado colombiano pasa necesariamente por el reconocimiento de la realidad crucial de la pobreza y la solución de este flagelo. Es indispensable poner en vigencia la norma consagrada en la Constitución de 1991, según la cual Colombia es un Estado social de derecho. Lo cual debe traducirse en una sociedad igualitaria y en una democracia que erradique todas las tentaciones que llevan al abuso del poder, a la corrupción, a la exclusión y al autoritarismo.
Sobre el conflicto armado colombiano, cuyas acciones ofensivas tienen cerca de medio siglo, no se ha consolidado una interpretación seria, aunque no han faltado diagnósticos acertados. No se han querido tomar en cuenta las causas que le han servido de caldo de cultivo y que han sostenido su prolongación. Y no porque no se hayan demostrado, sino debido a la intención de algunos de no querer ver esa realidad. Es como hacer recurrente el ejercicio del avestruz de meter la cabeza en la tierra para esquivar el entorno externo. Esa misma posición ha debilitado la posibilidad de buscar una salida negociada que lleve a un compromiso de paz a las partes contrapuestas.
La pobreza, con todas sus secuelas de degradación, es fuente de las violencias que se han desbordado en el país, bien como expresión de guerrillas, o como respuestas del paramilitarismo y de otros grupos aferrados a imponer su ley a sangre y fuego. La pobreza es el resultado de la inequitativa distribución del ingreso nacional. Y este hecho genera desajustes de alcance social, lleva a la exclusión, impone privilegios, estimula abusos y facilita que los bienes comunes tengan un aprovechamiento desviado en beneficio de quienes ejercen un mayor control del poder.
La sociedad de clases no es un invento de teóricos caprichosos. Es la realidad determinada por la desigualdad. Y la desigualdad procede del sistema de reparto inequitativo del ingreso nacional. Mientras unos pocos se apoderan de la riqueza del país, la mayoría de la población padece necesidades cada vez más sentidas y con menor margen de satisfacción. El monopolio de la tierra en Colombia, por ejemplo, es uno de los rasgos más ostensibles de la brecha que existe entre los grandes propietarios y el campesino raso. Ninguna reforma agraria ha introducido una corrección de justicia a esa distorsión.
La diferencia de clases está demostrada en la educación, en la salud, en la seguridad, en la vivienda y en la prestación de los servicios.
La realidad es que los acosos de la desigualdad, que es la división impuesta por la distribución del ingreso, arrastra a no pocas personas a la inconformidad. Y si no encuentran canales adecuados para expresarse o resolver sus problemas pueden caer en la inconformidad que lleva a la insurrección o a la desesperación que puede expresarse en términos de lucha armada. Lo cual no ha se ha dado solamente en Colombia. La historia de la humanidad está surtida de manifestaciones de ese orden.
Por eso, la solución del conflicto armado colombiano pasa necesariamente por el reconocimiento de la realidad crucial de la pobreza y la solución de este flagelo. Es indispensable poner en vigencia la norma consagrada en la Constitución de 1991, según la cual Colombia es un Estado social de derecho. Lo cual debe traducirse en una sociedad igualitaria y en una democracia que erradique todas las tentaciones que llevan al abuso del poder, a la corrupción, a la exclusión y al autoritarismo.