Miércoles, 23 de Enero de 2013
Eso dice el refrán y parece ser cierto. Todo el que se va, si es buen hijo, buena gente, buena persona, vuelve al lugar de donde partió. A veces regresa pronto, a veces después de mucho tiempo, pero vuelve.
El ejemplo más claro nos lo da la Biblia en el episodio del Hijo pródigo, aquel que un día, cansado de la rutina de su casa, le pidió la herencia al papá y se largó a otros mundos en busca de aventuras, creyendo que en todas partes el asunto era mogollo. Y resulta que una cosa es el “hotel mama”, y otra muy distinta es por fuera de las enaguas de la madre.
Pues bien, el tal fulano se tiró la herencia con los amigotes y amiguitas, la vida se le volvió una sola rumba y la bolsa se le fue mermando a pasos agigantados. Cuando los denarios se acabaron, también se acabaron los amigos, las amiguitas desaparecieron y al hombre le tocó pasar las verdes y las maduras, comiendo bellotas (la Biblia usa imágenes para no usar palabrotas) y vistiendo harapos. Hasta que le tocó regresar. Arrepentido, lloroso, flacuchento y llevado del que sabemos, llegó a donde el padre que, no sólo lo perdonó, sino que lo recibió con los brazos abiertos. Hubo alegría en la casa, y la fiesta duró varios días.
Michín, el gato bandido de Rafael Pombo, se fue de la casa, armado con daga y pistola, dispuesto a hacer toda clase de maldades como cualquier bandolero, pero las cosas no le salieron bien y tuvo que regresar, dolorido y hambriento: “Oh, mamita, dame palo, pero dame de comer”.
Recuerdo a una muchacha de mi pueblo que, a sus diecisiete años, era de las más bonitas de la comarca. Una noche sin luna y sin estrellas se “voló” con un vendedor de escobas y traperos, y raptada y raptador desaparecieron como por encanto. Nadie supo de ella hasta que un día, después de varios años y muerto el padre, la chica regresó por su parte de herencia. Llegó, cargada de necesidades y de hijos.
Afortunadamente no todos los que regresan lo hacen porque les fue mal en la aventura o porque los caudales se les agotaron o porque les fue como a los perros en misa. Hay quienes regresan, llenos de vida y salud, con la chequera abultada y la mente enriquecida de nuevos conocimientos. Vienen a compartir lo que traen, sonrientes, amigables y con el corazón henchido de alegría.
Un mal día de un mes que no recuerdo se me perdió un amigo sacerdote. Lo llamaba al teléfono fijo y el aparato me respondía con un pi pi pi pi. Lo llamaba al celular y una coqueta voz femenina me enviaba al buzón de mensajes. Les preguntaba a otros amigos comunes y todos decían estar en las mismas. Se lo tragó la tierra –pensaba yo-, o se lo cargó el Mandingas, pero el Mandingas no se lleva a los sacerdotes buenos. ¿Entonces?
Hace poco recibí una llamada. Esa voz la conozco, me dije. Era, en efecto, la voz del cura desaparecido. El corazón me latió apresurado y las palabras se abalanzaron en tropel y la alegría me inundó. Regresó el perdido. No sé de dónde, ni cómo, ni cuándo. Pero llegó con el mismo vicio de siempre y la pasión que nunca lo abandona: El vicio de los libros y la pasión del saber. Medio me saludó, para volver a meterse en sus investigaciones. Así son los amigos.
El ejemplo más claro nos lo da la Biblia en el episodio del Hijo pródigo, aquel que un día, cansado de la rutina de su casa, le pidió la herencia al papá y se largó a otros mundos en busca de aventuras, creyendo que en todas partes el asunto era mogollo. Y resulta que una cosa es el “hotel mama”, y otra muy distinta es por fuera de las enaguas de la madre.
Pues bien, el tal fulano se tiró la herencia con los amigotes y amiguitas, la vida se le volvió una sola rumba y la bolsa se le fue mermando a pasos agigantados. Cuando los denarios se acabaron, también se acabaron los amigos, las amiguitas desaparecieron y al hombre le tocó pasar las verdes y las maduras, comiendo bellotas (la Biblia usa imágenes para no usar palabrotas) y vistiendo harapos. Hasta que le tocó regresar. Arrepentido, lloroso, flacuchento y llevado del que sabemos, llegó a donde el padre que, no sólo lo perdonó, sino que lo recibió con los brazos abiertos. Hubo alegría en la casa, y la fiesta duró varios días.
Michín, el gato bandido de Rafael Pombo, se fue de la casa, armado con daga y pistola, dispuesto a hacer toda clase de maldades como cualquier bandolero, pero las cosas no le salieron bien y tuvo que regresar, dolorido y hambriento: “Oh, mamita, dame palo, pero dame de comer”.
Recuerdo a una muchacha de mi pueblo que, a sus diecisiete años, era de las más bonitas de la comarca. Una noche sin luna y sin estrellas se “voló” con un vendedor de escobas y traperos, y raptada y raptador desaparecieron como por encanto. Nadie supo de ella hasta que un día, después de varios años y muerto el padre, la chica regresó por su parte de herencia. Llegó, cargada de necesidades y de hijos.
Afortunadamente no todos los que regresan lo hacen porque les fue mal en la aventura o porque los caudales se les agotaron o porque les fue como a los perros en misa. Hay quienes regresan, llenos de vida y salud, con la chequera abultada y la mente enriquecida de nuevos conocimientos. Vienen a compartir lo que traen, sonrientes, amigables y con el corazón henchido de alegría.
Un mal día de un mes que no recuerdo se me perdió un amigo sacerdote. Lo llamaba al teléfono fijo y el aparato me respondía con un pi pi pi pi. Lo llamaba al celular y una coqueta voz femenina me enviaba al buzón de mensajes. Les preguntaba a otros amigos comunes y todos decían estar en las mismas. Se lo tragó la tierra –pensaba yo-, o se lo cargó el Mandingas, pero el Mandingas no se lleva a los sacerdotes buenos. ¿Entonces?
Hace poco recibí una llamada. Esa voz la conozco, me dije. Era, en efecto, la voz del cura desaparecido. El corazón me latió apresurado y las palabras se abalanzaron en tropel y la alegría me inundó. Regresó el perdido. No sé de dónde, ni cómo, ni cuándo. Pero llegó con el mismo vicio de siempre y la pasión que nunca lo abandona: El vicio de los libros y la pasión del saber. Medio me saludó, para volver a meterse en sus investigaciones. Así son los amigos.