Son incontables las sensaciones que deja la muerte a su paso. Para los vivos, enfrentar el final de la vida es encontrarse con un mar de preguntas incontestables que pocas veces queremos mirar a la cara.
Cuestionamientos que dejan los muertos, que parecen pesados karmas para los que quedamos ‘padeciendo la vida sobre la tierra’.
En la antigua cultura griega, solo los que defendían a muerte su patria en un campo de batalla merecían un verso que era recitado el día de sus exequias, y que luego era grabado en sus tumbas para la eternidad.
Y es que a la muerte también se le escribe. Los muertos también tienen ese derecho raro de llevarse para la otra vida, o para donde sea que se vayan, un mensaje póstumo que describa el dolor que dejaron con su partida, o su bondadoso paso por la tierra de los vivos.
Los epitafios fueron durante muchos años parte de nuestra cultura. Eran, tal vez, el elemento más importante de los rituales mortuorios, pues quedaban durante muchos años grabados sobre el cemento, como desafiando el terrible olvido que viene regocijante después de la muerte. Era la carta de presentación de los que ya no estaban, el verso o la poesía que recitaba de memoria cada tumba, así nunca nadie lo leyera.
Pero hoy son otra cosa. Están muy lejos de ser esa prosa que el vivo en sus últimos días, o tal vez con mucho tiempo de antelación para los más románticos, escribía para que fuera grabado en su lápida.
Un recorrido por dos de los principales camposantos de Cúcuta deja al descubierto el olvido en que se convirtieron los epitafios. Olvidados los que ayudaban a recordar. Nada más paradójico.
Sin embargo, esa prosa olvidada, esa literatura corta, tajante y a veces punzante, todavía se resiste a desaparecer en algunas lápidas.
Hay para todos los gustos, pero los que dominan ‘la plaza’ parecen ser los que quisieran revolver el dolor con cada letra.
“Quizá mi vida pareció corta, no la alarguen más con penas y dolor. Amor de mi vida, te llevo en mi corazón”, le escribió, a Olfer, su amada con un profundo sentimiento que parece custodiar la tumba.
Para entender otros, como este, no es necesario siquiera mirar la edad del que pereció. “Injusta la vida que nos quitó el derecho de disfrutar el día de tu llegada. Nunca viste la luz del día”.
Por fortuna, para los que seguimos enamorados del verso, sin pensar en los planes de la macabra muerte, estos siguen presentes: “Caminante no hagas ruido, baja el tono de tu voz, porque mi querido hijo no se ha ido, simplemente está dormido en los brazos del señor”, es la frase que escogieron para recordar a John, acompañada por una foto de su motocicleta, y una mesa de billar.
No se ofendan fríos literatos, los versos a la muerte toleran todo, hasta la descarada burla de los incautos que no conocen el dolor de la ausencia.
Hay otros más tajantes, duras sentencias que no aceptan interrogante alguno.
“Fuiste un padre y esposo ejemplar, como tú quedan pocos”.
“Papá, no importa lo que seas, simplemente eres mi padre”.
“Allá encontrarás el premio a tanto sacrificio”.
“No me verán más, pero escucho sus oraciones”.
Los epitafios mantienen su lucha, invisible pero digna, una batalla que saben perdida pero que siguen dando. Se rehúsan a morir, no quieren padecer el olvido que ya sufren sus dueños, quieren vivir más, pero saben que tienen los años contados.
En muchos cementerios la homogeneidad los condenó para siempre. Las lápidas son todas iguales. Todas parecen del mismo muerto, con las mismas letras, el mismo color, los mismos números. Son tan frías que dan más miedo que la mismísima muerte.
Un negocio familiar
Uno de los negocios familiares que aún sobrevive en Cúcuta, sin ser arrebatado por la voracidad de las empresas, es el oficio de labrar lápidas con epitafios.
Entre los barrios El Contento y San José, cerca de diez casas-locales reciben a los desconsolados familiares que mandan a labrar las lápidas con mensajes de reminiscencia y dolor. En su mayoría son atendidos por primos, hermanos o tíos.
Al día se pueden labrar entre tres o cuatro lápidas, cuyos precios oscilan entre los 200.000 y 400.000 pesos.
“La persona redacta el epitafio y el mensaje a su gusto, o uno acá le da unos ya elaborados para que escoja”, asegura John Jairo Castro, que ha dedicado veinte de los cuarenta años de su vida a escribir mensajes para los muertos, o para los vivos, si se quiere ser más preciso.
El negocio ha evolucionado, y ahora, además de epitafios, se especializan en dibujar imágenes o símbolos. “Los escudos del Real Madrid, Nacional de Medellín y el Cúcuta Deportivo son los que más nos piden”, dice.