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Columnistas
¿Qué nos pasa?
Las autoridades han perdido el control
Miércoles, 9 de Noviembre de 2022

La convivencia -que es propia de cualquier sociedad, por rudimentaria que sea- se está haciendo imposible en Colombia. Las relaciones de toda índole entre las personas no se desenvuelven en un clima de mínimo respeto, entendimiento y mutua consideración, como seres racionales y supuestamente civilizados, sino en un escenario cada vez más hostil, de individualismo, insolidaridad, inseguridad, agresividad, deshonestidad, intolerancia, polarización, violencia, discriminación, delito e impunidad. 

Hemos llegado a extremos inconcebibles que, se suponía, eran evitables mediante la educación, la moral social, la acción estatal y la vigencia de un orden jurídico eficaz: masacres diarias, sicariato, extorsiones, amenazas, violencia sexual en aumento, permanente peligro para las mujeres y los niños. A medida que el tiempo pasa, la situación se torna más grave. Las autoridades han perdido el control. Y lo peor: la sociedad se ha ido acostumbrando a ese estado de cosas, y en su interior ha venido normalizando lo que debería ser por completo anormal y excepcional. Se ha perdido todo respeto a la vida y a la dignidad humana.

La sociedad no cesa de preguntarse qué hay detrás de las repetidas masacres que tienen lugar en distintas regiones, y de los asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos, ambientalistas y desmovilizados. 

La colectividad no entiende cómo ha sido posible que, en un hotel de Melgar, un padre haya asesinado a su hijo de cinco años, con el único propósito de causar dolor a su pareja, la madre del menor. Y que, pese a las previas denuncias de la mujer y a la existencia de registros en Comisaría de Familia sobre violencia intrafamiliar y violencia psicológica, hubiesen sido autorizadas las visitas.

Tampoco hay explicación para el crimen cometido por sicarios en Cartagena, quienes dieron muerte a un hombre y su niña de diez años, tras recoger a sus hijos en el colegio. Ni para la violencia sexual ejercida sobre una menor en una estación de Transmilenio en Bogotá. Ni para el horrendo crimen cometido en Andes -Antioquia- contra una joven de dieciocho años, quien fue torturada, violada y asesinada por sus captores. Ni para la acción de una madre desnaturalizada que, tras dar a luz a su bebé, ordenó a sus otros hijos menores, abandonarlo en un basurero.

Todo se quiere resolver mediante la violencia. Un sencillo llamado de atención por parte de agentes de tránsito a un infractor da lugar a la reacción energúmena de éste, a la grosería, la vulgaridad y la amenaza. Una protesta indígena por incumplimientos de la administración provoca el ataque violento contra miembros de la Policía, entre ellos una joven agente recién vinculada. Para proclamar un supuesto derecho al aborto, mujeres enmascaradas pretenden incendiar la Catedral de Bogotá. El acto de violencia de la menor en Transmilenio -que jamás ha debido ocurrir- provoca enfurecido ataque contra el medio de transporte, las estaciones y los buses, causando daño al patrimonio público y a miles de personas totalmente ajenas al delito cometido.

Sobre estos y otros hechos, Colombia debe reflexionar. ¿Qué hemos venido haciendo mal, desde hace años, en todos los frentes, para que hayamos convertido la convivencia social y el mutuo respeto en imposibles? 

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