Volví a realizar el mismo ritual de madrugada en la sala de lavadoras, más por mantener la mística de nuestros encuentros que porque en verdad creyera que esa secuencia de movimientos fueran realmente el detonante de nuestras taciturnas charlas inolvidables. La presencia de Luis comenzó a hacerse más terrenal y cotidiana con cada mañana en la que despierto viendo su trineo vintage bajo mi cama, como un amuleto al que me aferro para convencerme que nuestras conversaciones no son un monólogo mental producto de mis delirios de escritor.
Recostado en el sofá ambulatorio con cojines navideños que atraviesa el sótano, espero sentado a que aparezca como de costumbre. Y entonces el arrastre de sus chancletas de tela quiebra el metálico silbido de pájaros que desprenden las raídas poleas del ascensor. “Cuando uno lee con sed no se le queda nada” dice y materializa en el aire una lata de gaseosa que destapo gustoso porque la lectura de casos de esa noche iría para largo.
“Compones canciones, sabes boxear y fuiste polizón trasatlántico … Algo más que deba incluir a la lista, ¿Luis?” “También dibujo…” y se saca del bolsillo de la camisa un bosquejo de trazos bruscos pero precisos de una mujer de boca provocativa que me mira a las pupilas con su pícaro lunar junto a la boca: Era Marilyn Monroe. “La vi hoy en el periódico y la pinté, me gusta desde el día que la conocí” y mis dudas sobre su senilidad regresan, pues yo también vi el mismo periódico en la mañana y no estaba ahí, pero tampoco tuve el coraje suficiente para preguntarle si sabía que estaba muerta. “A tu esposa no le debe gustar eso”, bromeo y nos reímos.
Entonces sus ojos cansinos con cataratas octogenarias me llevaron con firmeza surfeando por el tiempo hasta aquella noche en que un joven Luis Nieves de veinte años detuvo su bicicleta de domiciliario en la Avenida Lexington para averiguar la razón de la romería de hombres que allí se arremolinaban. Se abrió paso entre gabardinas y sombreros para ver lo que sucedía, y allí, como una perla en la concha de la noche, estaba la mujer más hermosa que haya dado el suelo norteamericano. Su belleza le quemaba los ojos, era como mirar directo al sol, lo desarmaba y lo hacía vulnerable, se sentía como un Ícaro cayendo por volar demasiado cerca de su existencia.
¡Y entonces la inmortalidad! Un tren pasaría por debajo justo cuando ella caminaba con su vestido blanco durante el rodaje de The Seven Year Itch y le levantaría la falda dejándolos a todos cegados para siempre. Me gusta pensar que todo lo que me dice es cierto y que el anciano de mi sótano que solo yo puedo ver realmente presenció la toma de una foto icónica del Siglo XX. Todavía busco imágenes en Google de ese momento y trato de adivinar cuál cara en la multitud es la suya, cuáles ojos habrían de enamorarse de ella una noche de 1954 y hasta 60 años después.