Se acabó el bostezo en los cuartos de los hoteles. A gritos pedían que les permitieran abrir puertas y ventajas para consentir huéspedes. Esperan bellos o feos durmientes.
En ciertos cuartos de hotel parece que no hubiera vivido nadie. Otros dan la sensación de que han sido habitados por medio mundo.
Terminamos acostados con los fantasmas y pesadillas de quienes nos precedieron. Con sus penas y alegrías. Inevitable salir untados de otro.
Nos asomamos al espejo del cuarto y nos da la sensación de que nos estamos mirando muchos. El espejo es un palimsesto de los rostros que se han sicoanalizado frente a él.
En toda mirada al espejo nos acompañan un aristócrata venido a menos, un expobre venido a más, ejecutivos estresados, un político graduado de soltero lejos de casa, el corrupto radiante que todavía no tiene la casa por cárcel, un asaltante bancario que dibuja el túnel que lo ayudará en su faena, un marido infiel. El menú es variado.
Los hoteles deberían ofrecer resúmenes biográficos de quienes han habitado los cuartos. Así sabríamos con quien compartimos fantasmas.
Hay una inevitable sensación de soledad acompañada en tales lugares. Alcanza uno a sentirse ciudadano de ninguna parte.
En esa pequeña claustrofobia somos ilustres desconocidos. Podemos disfrutar del encanto de ser notorios n.n. Nadie lamentará nuestra partida. Salvo si no pagamos la cuenta.
Una caja de caudales, empotrada en la pared, o instalada discretamente en el armario, nos invita desde su silencio de acero a depositar allí nuestra fortuna que haría sonreír a Bill Gates.
A la plantilla del hotel la entrenan para servir, sonreír, olvidar.
Esos cuartos tienen sus ruidos propios. Que no falte papel para consignar alguna urgencia poética, o escribir líneas que son botellas arrojadas al mar, en este caso, el cesto de basura.
Siempre habrá una Biblia, virgen de lectores, de pasta azul y papel cebolla, disponible en algún cajón. No llamarán a la policía si alguien se roba el libro gordo. O solo los Evangelios. O el salmo 23, el 91, o un proverbio.
El televisor se convierte en familia. Vemos la gorda o la anoréxica de algún reality y nos provoca invitarla al bar. De ese tamaño es la soledad y las ganas de alborotar la libido por fuera de la propia epístola. El bar de la habitación nos hace guiños. Pero beber solos es una derrota más.
Necesitamos ruido, luz, más luz, compañía. Abrimos ventanas. Prendemos la radio. Consentimos la intrusa lagartija. Navegamos por internet. Saber cómo se despelota el mundo, hace más llevaderas las horas cuando nos graduamos de forasteros.
¿Esa cobija que nos tocó a quién calentó anoche, hace un mes? Seamos optimistas: alguna sucesora de Nefertiti, reina del Nilo, pudo haber soñado allí.
Apagamos la luz al momento de abandonar el cuarto, de regreso a casa. En esa veloz liturgia le endosamos este recado a nuestro sucesor: ahí le dejo el cuero.