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Aquel domingo en el Bernabéu
Las hélices del helicóptero policial batieron sobre nuestro barrio desde muy temprano y su zumbido metálico se intensificó al degradarse la luz y caer la noche.
Viernes, 28 de Diciembre de 2018

Entonces hubo un voluminoso y sonoro estallido a la distancia. Mi cuerpo se tensó en alerta al tiempo que mi cerebro escaneó su historial colombiano de explosiones buscando concebir la magnitud de la amenaza. Los europeos, quienes conjeturaron cientos de explicaciones plausibles antes que la de una bomba, paseaban impasibles por la Puerta del Sol cuando los vientos del sur transportaron un suave murmullo sincrónico que se fue magnificando. Un coro gaseoso de voces apagadas como ánimas del más allá nos cubrió a todos bajo un ligero acento rioplatense. Era la antesala de la locura que habría de vivir Madrid al día siguiente.

Las hélices del helicóptero policial batieron sobre nuestro barrio desde muy temprano y su zumbido metálico se intensificó al degradarse la luz y caer la noche. Conforme se acercaba el clímax definitivo de la Copa Libertadores, nuestro vecindario reflejaba las consecuencias de su proximidad con el Santiago Bernabéu: Banderas con franjas celestes y soles dorados a 10 euros, escudos impresos a pliego completo y pegados a la carrera en las vitrinas para promocionar souvenirs conmemorativos, hinchas con mochilas al hombro listos para dormir en El Retiro con las estrellas como techo y su pasión como cobija. Se sentía que algo iba a pasar, no iba a ser un típico domingo de misa.

Salimos a dar un paseo, en parte hipnotizados por la atmósfera que impregnaba el aire y en parte con el morbo que la situación ameritaba. Sin importarnos mucho el ganador, queríamos estar ahí, entregándonos a la magnética atracción de ese partido como las polillas abrazan la luz. No nos sorprendió tanto que el Paseo de la Castellana se hubiese convertido en el lugar con mayor densidad de argentinos por metro cuadrado como que las delegaciones de colombianos y españoles fueran igualmente considerables. Recordé entonces que el fútbol es una pandemia global que se aloja en la sangre, la misma que hizo que amigos se tatuaran el escudo xeneize o el millonario en sus piernas durante las vacaciones de algún verano extraviado en Bucaramanga.

Con las Torres KIO como testigo luminoso y privilegiado de la historia en proceso de lenta cocción, vimos cómo imponentes caballos trasnochados y tanques de papel maché impedían el contacto físico de ambas hinchadas. Como dos bestias que se miran fijamente antes de entrar en combate, la marea roja de cabezas arrastraba sus gruñidos intimidantes desde la Estación Cuzco, mientras la azul y oro respondía proporcionalmente desde Nuevos Ministerios. “No le digas a tu padre que te traje por aquí, que viene desde Asturias a ahorcarme” le digo a mi novia con una sonrisa cómplice.

Aquel domingo en el Bernabéu los ojos rebosantes de expectación del mundo entero estaban puestos sobre River y Boca y vaya si valió la pena. La gran final fue un espectáculo impecable, envuelto en una tensa paz que nunca se rompió y que nos obliga a preguntarnos por qué fuera de su tierra el suramericano es capaz portarse bien, pero en la sala de su casa no.

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