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¡Maestros!
Hasta hace unos pocos años, maestros eran lo que enseñaban en las aulas de clase. Si el rector de un colegio no daba clases, no era maestro. Era el señor rector. Pero no enseñaba, por lo tanto no era maestro. Por antonomasia se les dice maestros a quienes, en su profesión, arte u oficio, son dignos de imitar por lo bien que lo hacen,  aunque no dicten clases en un aula.
Miércoles, 15 de Mayo de 2013
Hasta hace unos pocos años, maestros eran lo que enseñaban en las aulas de clase. Si el rector de un colegio no daba clases, no era maestro. Era el señor rector. Pero no enseñaba, por lo tanto no era maestro. Por antonomasia se les dice maestros a quienes, en su profesión, arte u oficio, son dignos de imitar por lo bien que lo hacen,  aunque no dicten clases en un aula. Guillermo Valencia y Darío Echandía, por ejemplo, fueron maestros por antonomasia.  Entre nosotros, el maestro por excelencia es Cicerón Flórez Moya, por las enseñanzas que da todos los días, por fuera de las aulas, en el arte de escribir bien y en el manejo didáctico del periodismo.  
   
En cambio, a quienes dictan clases ya no se les dice maestros, sino profesores o docentes. Por algo será. Tal vez ellos se avergüenzan de que les digan maestros, o los alumnos saben que no lo son. ¡Vaya uno a saber! Al normalista, al que termina la secundaria en una Normal, el diploma le dice “Maestro superior”. El otro día había escuelas normales rurales, y el título que otorgaban era el de “Maestro de escuela rural”.
   
De modo que se acabaron los maestros. ¡Mentiras! Ahora se le dice maestro al carpintero, al que tapa las goteras de la casa, al que le arregla los frenos al carro. Maestro es el que pinta las paredes, el que limpia las alcantarillas, el que les pone las tapitas a los tacones de las mujeres.
    
He dicho estas cosas porque ayer 15 de mayo, día de san Juan Bautista de la Salle, se celebró el Día del Maestro, del educador, del que enseña, del que antes se untaba de tiza y de tablero. Y fue ayer el momento para recordar a los que nos enseñaron que la “o” es redonda y que la “i” lleva un puntico encima.
   
Recordé, ayer, (todos los días la recuerdo)  a mi primera maestra, la que me enseñó que “la m con la a ma”. Se sentaba a mi lado, con un montón de cariño en el corazón y una varita al alcance de la mano, por si me equivocaba. Se llama Desideria Ardila, es mi mamá, y fue la que me enseñó a leer y a escribir. De números, pocón pocón, porque ella nunca ha sido muy ducha para las cantidades.  Así, pues, cuando entré a la escuela, yo ya leía de corrido y escribía seguido, pero sólo contaba hasta 10, con la ayuda de los dedos de la mano.
   
Recordé ayer al maestro Juan Francisco Vila, que llevó, a lomo de mula, la primera bicicleta a Las Mercedes, y los domingos a los mejores alumnos de la semana les daba una vuelta en cicla por las calles empedradas del pueblo. Recordé ayer a los padres eudistas del Seminario El Dulce Nombre, de Ocaña, que nos enseñaban buenas costumbres y a meternos por los caminos del análisis lógico y gramatical, para aprender a escribir. Recordé, a los maestros de la Normal de Convención, donde me hice maestro. Y recordé, en Pamplona, a Rafael Santafé, mi maestro de música y hoy excelente compañero de la academia de Historia y al maestro de maestros en la Literatura, poeta José María Peláez Salcedo. Y recordé a los maestros de Derecho de la Libre, en Bogotá. Dios les ha de pagar a todos ellos lo que hicieron por desasnarme. A veces lo lograron. A veces les quedó grande. Pero hicieron el esfuerzo y eso es lo importante. ¡Felicitaciones y gracias!   
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