Lunes, 15 de Septiembre de 2014
~Hablar de la paz verde en contraposición a la guerra verde es una
entelequia, un deseo nunca cumplido, nada más, de miles de familias de
la vasta zona esmeraldera de Boyacá que, generación tras generación, han
vivido de la minería, legal o no, en medio de una violencia alimentada
por la ambición, la riqueza fácil y montañas de dinero.~
Hablar de la paz verde en contraposición a la guerra verde es una entelequia, un deseo nunca cumplido, nada más, de miles de familias de la vasta zona esmeraldera de Boyacá que, generación tras generación, han vivido de la minería, legal o no, en medio de una violencia alimentada por la ambición, la riqueza fácil y montañas de dinero.
Las esmeraldas están donde se quiera en la zona de Muzo, Coscuez, Quípama, Chivor, Somondoco, Otanche, Borbur y varias otras poblaciones del atrasado, selvático y abandonado occidente boyacense, donde enormes masas de desempleados se disputan con violencia un tramo de tierra ajena a la que escarban casi con las uñas en busca de una piedra redentora.
El ruido de la guerra entre mineros regresó a raíz de episodios relacionados con la enfermedad y muerte de Víctor Carranza, un hombre que, poco a poco, con algo de intuición y mucho de viveza para los negocios, se hizo rey (le llamaban zar) de un reino violencia por excelencia y de una informe masa de mineros, la mayoría improvisados, que ayudaron a enriquecerlo.
En el eje esmeraldero la violencia nació desde cuando la codicia llegó de España enquistada en el alma de los presidiarios y de las prostitutas que los Reyes Católicos enviaron a poblar estas tierras a punta de espadas y cruces. Y nunca se fue, aunque sectores como la jerarquía católica, que han intermediado allí, lo aseguren. En veces es más fácil hablar con el deseo que con objetividad.
Si no es violencia, entonces ¿cómo llamar ese ambiente en el que miles de seres anónimos y solo dueños de su miseria espantosa, sin comer, sin dormir, arañan la roca en busca de un destello verde que muy probablemente llevará a la muerte al primero que lo vea? Son seres enfermos del alma y del cuerpo, pendientes del golpe violento que recibirán, para responderlo a tiempo con más violencia.
Hay caseríos donde solo viven prostitutas y niños que nunca conocerán al padre y cuyo futuro es crecer un poco para “guaquear”, como le dicen al oficio de esperar la muerte mientras buscan una chispa verde que apenas les dará de comer por unos días.
A mediados del siglo pasado, la zona esmeraldera vivió uno de los picos más altos de violencia, cuando amparado por sectores religiosos y del gobierno, Efraín González impuso su ley apoyado en sus principales aliados: su revólver .38 y su Madsen, una subametralladora de fabricación danesa con la que hizo y deshizo en Boyacá, pero, en especial, en la zona minera de occidente. Ni su muerte calmó la violencia esmeraldera.
De entonces vienen las raíces del imperio que montó Víctor Carranza, al que el propio Estado contribuyó cuando le otorgó la concesión de las minas. Su ascenso trajo como consecuencia mayores rivalidades que antes, cuando todos estaban en igualdad de condiciones, aunque divididos en dos bandos irreconciliables.
Ahora, él tenía el reconocimiento del Estado, que lo hizo amo y señor del reino mundial de las esmeraldas, que heredó de Gilberto Molina, una verdadera leyenda que se acabó, junto con sus guardaespaldas, en un atentado en una finca del que culpan a muchos, incluido José Gonzalo Rodríguez Gacha ‘El Mexicano’.
Nunca han cesado ni los atentados ni las amenazas ni los muertos. Sin Carranza y su ejército privado, el clan contrario comenzó a buscar la forma de copar el vacío de poder. Pero alguien le salió al encuentro y lo asesinó.
Era lo que faltaba para que todos en la zona minera volvieran a tomar partido, en una situación que preocupa, porque si bien una guerra subversiva puede terminar, otra puede comenzar a abrirse espacio en los campos de Boyacá y en las calles de Bogotá.
Ha sido lo usual en la guerra verde. Ojalá esta vez el Estado pueda intervenir de verdad…
Las esmeraldas están donde se quiera en la zona de Muzo, Coscuez, Quípama, Chivor, Somondoco, Otanche, Borbur y varias otras poblaciones del atrasado, selvático y abandonado occidente boyacense, donde enormes masas de desempleados se disputan con violencia un tramo de tierra ajena a la que escarban casi con las uñas en busca de una piedra redentora.
El ruido de la guerra entre mineros regresó a raíz de episodios relacionados con la enfermedad y muerte de Víctor Carranza, un hombre que, poco a poco, con algo de intuición y mucho de viveza para los negocios, se hizo rey (le llamaban zar) de un reino violencia por excelencia y de una informe masa de mineros, la mayoría improvisados, que ayudaron a enriquecerlo.
En el eje esmeraldero la violencia nació desde cuando la codicia llegó de España enquistada en el alma de los presidiarios y de las prostitutas que los Reyes Católicos enviaron a poblar estas tierras a punta de espadas y cruces. Y nunca se fue, aunque sectores como la jerarquía católica, que han intermediado allí, lo aseguren. En veces es más fácil hablar con el deseo que con objetividad.
Si no es violencia, entonces ¿cómo llamar ese ambiente en el que miles de seres anónimos y solo dueños de su miseria espantosa, sin comer, sin dormir, arañan la roca en busca de un destello verde que muy probablemente llevará a la muerte al primero que lo vea? Son seres enfermos del alma y del cuerpo, pendientes del golpe violento que recibirán, para responderlo a tiempo con más violencia.
Hay caseríos donde solo viven prostitutas y niños que nunca conocerán al padre y cuyo futuro es crecer un poco para “guaquear”, como le dicen al oficio de esperar la muerte mientras buscan una chispa verde que apenas les dará de comer por unos días.
A mediados del siglo pasado, la zona esmeraldera vivió uno de los picos más altos de violencia, cuando amparado por sectores religiosos y del gobierno, Efraín González impuso su ley apoyado en sus principales aliados: su revólver .38 y su Madsen, una subametralladora de fabricación danesa con la que hizo y deshizo en Boyacá, pero, en especial, en la zona minera de occidente. Ni su muerte calmó la violencia esmeraldera.
De entonces vienen las raíces del imperio que montó Víctor Carranza, al que el propio Estado contribuyó cuando le otorgó la concesión de las minas. Su ascenso trajo como consecuencia mayores rivalidades que antes, cuando todos estaban en igualdad de condiciones, aunque divididos en dos bandos irreconciliables.
Ahora, él tenía el reconocimiento del Estado, que lo hizo amo y señor del reino mundial de las esmeraldas, que heredó de Gilberto Molina, una verdadera leyenda que se acabó, junto con sus guardaespaldas, en un atentado en una finca del que culpan a muchos, incluido José Gonzalo Rodríguez Gacha ‘El Mexicano’.
Nunca han cesado ni los atentados ni las amenazas ni los muertos. Sin Carranza y su ejército privado, el clan contrario comenzó a buscar la forma de copar el vacío de poder. Pero alguien le salió al encuentro y lo asesinó.
Era lo que faltaba para que todos en la zona minera volvieran a tomar partido, en una situación que preocupa, porque si bien una guerra subversiva puede terminar, otra puede comenzar a abrirse espacio en los campos de Boyacá y en las calles de Bogotá.
Ha sido lo usual en la guerra verde. Ojalá esta vez el Estado pueda intervenir de verdad…