Miércoles, 6 de Junio de 2012
Me invitó un amigo, hace pocos días, a almorzar a su casa. No había ningún motivo especial, ni celebración alguna. Sólo que el amigo quería hacerme una atención, y acepté complacido.
-Mija, dígale a Josefa que le eche un poco más de agua a la sopa, que llevo un viejo conocido a almorzar –le dijo mi amigo a su esposa, por teléfono. Josefa, seguramente, era la empleada de la cocina.
En efecto, mi amigo y yo fuimos compañeros de colegio y de universidad, aunque estudiamos carreras diferentes. De cuando en cuando nos encontramos, recordamos viejos tiempos y pasamos ratos sabrosos. Pero nunca me había invitado a almorzar a su casa.
Nos tomamos dos cervezas de aperitivo en la tienda de la esquina y llegamos, dispuestos a conversar largo y bien servidos en su comedor. Me extrañó ver que nadie salió a recibirnos, nadie nos atendió, nadie nada. Mi amigo destapó una botella de Casillero del diablo, él mismo sirvió las copas, él mismo puso una ranchera de las de nuestra época, a bajo volumen. “Mientras nos sirven”, dijo con una sonrisa. Entre vino y bolero, bolero y vino, pasaron los minutos, media hora, una hora y el almuerzo no aparecía por parte alguna. Yo, que aún soy empleado y debo cumplir un horario, empecé a preocuparme. Con disimulo miraba el reloj, y con mayor disimulo miraba de reojo hacia la cocina. Hasta que, en un arranque de franqueza y cuando la hambruna acosaba, me atreví a decirle:
- Creo que es hora de irme, se me hace tarde y debo abrir la oficina.
El tipo, entonces, sorbió su copa, se limpió la boca con el dorso de la mano y me dijo en voz baja:
-Es ese maldito blacberry…
-¿Qué? –le pregunté, sin entender lo que el amigo quería decirme.
-Por eso quería que vinieras, para que vivieras por un momento lo que yo vivo ahora, desde que mi mujer y la empleada compraron sendos blacberrys.
-Sigo sin entender –volví a decirle.
Entonces me tomó del brazo y me llevó en dirección a la cocina. El silencio allí era total. En una silla, cerca de la estufa, la muchacha, Josefa, inclinada sobre su aparato, no le prestaba atención ni a la estufa, ni a las ollas. Al otro lado, de pie, la señora tecleaba sobre su aparato, alejada de todo lo que sucedía a su alrededor.
-Buenas –saludé yo, al ver que ninguna de las dos levantó la cabeza, al llegar nosotros. Ninguna contestó.
-Buenas -volví a decir, en un tono más alto.
-Es inútil –dijo mi amigo. –En esta casa pareciera que yo viviera solo, mis hijos salen desde temprano a la Universidad y regresan por la noche. Yo no existo para ellas. Debo servirme el desayuno, terminar de hacer el almuerzo y servírmelo y por la tarde prepararme la comida. Ni siquiera de noche, en la cama, mi mujer se desprende de ese bendito aparato. Se embobaron las dos, se enloquecieron, se alejaron del mundo. A veces sonríen o se cuentan un chiste de los que les llegan a través de sus blackberrys, y vuelven a lo mismo.
-Pero no entiendo por qué me invitaste a almorzar, sabiendo cómo es la situación –le dije, a modo de reproche cariñoso.
-Para que sufrieras en carne propia lo que yo estoy sufriendo, y escribas en una de tus muy leídas columnas lo que está sucediendo con esos (aquí pronunció una palabrota, que yo no me atrevo a repetir) blacberrys. Se acabó mi matrimonio, se acabó el hogar, se acabó mi vida familiar. Se me acabó todo. Y ahora peor, cuando se afiliaron a la ABC.
¿ABC?
-Asociación de blackberristas cucuteños.
Me despedí de mi amigo con un abrazo de solidaridad y un bostezo sin disimular. Pensé, sin embargo, que el blacberry tiene su lado bueno. Hay que comprárselo a las esposas cantaleteadoras, para que dejen tanta cantaleta. Ocupadas en sus aparatos, no les queda tiempo para pelear con el marido por cualquier llegada tarde. ¡Miraré mis ahorros!
-Mija, dígale a Josefa que le eche un poco más de agua a la sopa, que llevo un viejo conocido a almorzar –le dijo mi amigo a su esposa, por teléfono. Josefa, seguramente, era la empleada de la cocina.
En efecto, mi amigo y yo fuimos compañeros de colegio y de universidad, aunque estudiamos carreras diferentes. De cuando en cuando nos encontramos, recordamos viejos tiempos y pasamos ratos sabrosos. Pero nunca me había invitado a almorzar a su casa.
Nos tomamos dos cervezas de aperitivo en la tienda de la esquina y llegamos, dispuestos a conversar largo y bien servidos en su comedor. Me extrañó ver que nadie salió a recibirnos, nadie nos atendió, nadie nada. Mi amigo destapó una botella de Casillero del diablo, él mismo sirvió las copas, él mismo puso una ranchera de las de nuestra época, a bajo volumen. “Mientras nos sirven”, dijo con una sonrisa. Entre vino y bolero, bolero y vino, pasaron los minutos, media hora, una hora y el almuerzo no aparecía por parte alguna. Yo, que aún soy empleado y debo cumplir un horario, empecé a preocuparme. Con disimulo miraba el reloj, y con mayor disimulo miraba de reojo hacia la cocina. Hasta que, en un arranque de franqueza y cuando la hambruna acosaba, me atreví a decirle:
- Creo que es hora de irme, se me hace tarde y debo abrir la oficina.
El tipo, entonces, sorbió su copa, se limpió la boca con el dorso de la mano y me dijo en voz baja:
-Es ese maldito blacberry…
-¿Qué? –le pregunté, sin entender lo que el amigo quería decirme.
-Por eso quería que vinieras, para que vivieras por un momento lo que yo vivo ahora, desde que mi mujer y la empleada compraron sendos blacberrys.
-Sigo sin entender –volví a decirle.
Entonces me tomó del brazo y me llevó en dirección a la cocina. El silencio allí era total. En una silla, cerca de la estufa, la muchacha, Josefa, inclinada sobre su aparato, no le prestaba atención ni a la estufa, ni a las ollas. Al otro lado, de pie, la señora tecleaba sobre su aparato, alejada de todo lo que sucedía a su alrededor.
-Buenas –saludé yo, al ver que ninguna de las dos levantó la cabeza, al llegar nosotros. Ninguna contestó.
-Buenas -volví a decir, en un tono más alto.
-Es inútil –dijo mi amigo. –En esta casa pareciera que yo viviera solo, mis hijos salen desde temprano a la Universidad y regresan por la noche. Yo no existo para ellas. Debo servirme el desayuno, terminar de hacer el almuerzo y servírmelo y por la tarde prepararme la comida. Ni siquiera de noche, en la cama, mi mujer se desprende de ese bendito aparato. Se embobaron las dos, se enloquecieron, se alejaron del mundo. A veces sonríen o se cuentan un chiste de los que les llegan a través de sus blackberrys, y vuelven a lo mismo.
-Pero no entiendo por qué me invitaste a almorzar, sabiendo cómo es la situación –le dije, a modo de reproche cariñoso.
-Para que sufrieras en carne propia lo que yo estoy sufriendo, y escribas en una de tus muy leídas columnas lo que está sucediendo con esos (aquí pronunció una palabrota, que yo no me atrevo a repetir) blacberrys. Se acabó mi matrimonio, se acabó el hogar, se acabó mi vida familiar. Se me acabó todo. Y ahora peor, cuando se afiliaron a la ABC.
¿ABC?
-Asociación de blackberristas cucuteños.
Me despedí de mi amigo con un abrazo de solidaridad y un bostezo sin disimular. Pensé, sin embargo, que el blacberry tiene su lado bueno. Hay que comprárselo a las esposas cantaleteadoras, para que dejen tanta cantaleta. Ocupadas en sus aparatos, no les queda tiempo para pelear con el marido por cualquier llegada tarde. ¡Miraré mis ahorros!