Pueblo Bello es un municipio del Cesar, ubicado en el extremo noroccidental de este departamento, fronterizo con el Magdalena.
Desde allí, hace dos años, llegó desplazado Israel Luquez con su esposa y tres hijos. Venían huyéndole a la guerra, que por esta zona del país la hacen los guerrilleros y los paramilitares por igual.
Primero fueron los ‘paras’ los que hicieron la advertencia. Cada vez que bajaba de la montaña a hacer mercado en la cabecera municipal, Israel debía mostrarles a los miembros de las autodefensas las facturas de sus productos. Solo así lo dejaban salir del pueblo para volver a su finca. Siempre lo mismo, las mismas requisas, las mismas preguntas, la misma intimidación.
Con la salida de los ‘paras’, volvió la guerrilla. El Ejército de Liberación Nacional (Eln), creyendo que todos los que vivían en las zonas en las que alguna vez ejercieron control los ‘paras’, habían sido sus colaboradores, obligaron a desplazarse a decenas de familias, incluida la de Israel.
La primera parada fue Pueblo Bello. Allí trataron de buscar ayuda por parte de la administración municipal. No hallaron nada. Luego, un conocido de algún otro conocido habló de Cúcuta, una tierra que sonaba tan lejana como la luna, pero en la que ‘el trabajo y las oportunidades abundaban por ser frontera’.
Sin nada más qué perder, se aventuraron en un viaje por lugares desconocidos hasta llegar aquí, a la calle llena de barro, la casa de tabla y el techo de zinc donde el desplazamiento que los obligó a salir de su región pareciera ser un mal chiste.
“Usted no me lo está preguntando, pero mientras hablamos, no hago otra cosa más que pensar en qué le voy a dar hoy a mis hijos de almuerzo. Eso no me da vida, no me deja pensar con claridad”, afirma Israel mientras mueve con impaciencia sus piernas.
(Israel duerme con su esposa y sus cuatro hijos en dos camas.)
A su lado está su esposa y su hijo más pequeño, que apenas gatea y llevará en su registro que nació en Cúcuta, lejos de la Sierra Nevada de Santa Marta, de donde es su papá, de donde es su sangre, de donde son los arhuacos.
Israel, y sus cuatro hermanos, son arhuacos. Sí, los mismos de las mochilas que muchos lucen como una prenda de alta costura. Solo que aquí, en un barrio periférico de Cúcuta, Israel es un desplazado más, que debe siete meses de agua y al que próximamente le van a cortar la luz.
“Llegamos aquí creyendo que podíamos iniciar una nueva vida, pero adaptarnos no ha sido fácil. No tengo empleo, mis hermanos tampoco y solo dos niños están yendo al colegio. Mis estudios son básicos, leo y escribo con dificultad. Así nadie me contrata; lo que sé hacer es trabajar la tierra”, enfatiza con cierto dejo de tristeza.
José Gregorio, uno de los hermanos de Israel, dice que, como pudo, logró montar una tienda, si es que se le puede llamar así, en el rancho que armó a tres cuadras de donde vive su hermano.
“Para tenerla me tocó endeudarme. Pero el año pasado me robaron. Llegaron varios sujetos armados, me amarraron delante de mis hijos y se llevaron todo. Para volver a empezar pedí prestado, pero las cartulinas (así se refiere a los ‘gota a gota’) me están matando”, agrega José, llevándose las manos a la cabeza.
La historia de Israel y José Gregorio se repite en sus otros hermanos y los 14 hijos que entre todos suman. La incertidumbre de no saber con qué van a llenar el plato cada día, los tiene pasando por una crisis que no los deja dormir con tranquilidad y los mantiene ansiosos.
“Cada vez que escucho la moto de los de las cartulinas, me da miedo, porque no sé cómo pagarles. Si tan solo tuviera un empleo…”, se lamenta José.
Y es que trabajar es lo único que desean, pero ¿en qué?
“Hace unos días me acerqué al Sena para buscar trabajo como jardinero, que es algo que sé que puedo hacer, pero me preguntaron que si tenía moto, a mí, que me había ido a pie desde mi casa porque no tenía ni para los buses”, sostiene Israel.
En Cúcuta han tratado de buscar ayuda institucional, pero su poco conocimiento sobre la forma en que funciona el Estado, les ha hecho perder tiempo, dinero y paciencia. Cada vez que se han acercado a alguna entidad estatal a contar su situación, se han encontrado con que hasta el vigilante es quien decide lo que pasa en la institución en la que se encuentran.
Que hoy no hay servicio después de la hora que llegaron, que se acabaron los fichos, que las ayudas se las llevaron otros, que en esa oficina no es, que venga mañana, que si quiere yo le ayudo pero cuánto me paga, que el doctor está de viaje, que los funcionarios están descansado, entre otras respuestas, han sido las que han recibido Israel y sus hermanos.
“No se trata de que nos atiendan de primeros, pero sí de que entiendan que debe haber una forma distinta de atención para nosotros, que no sabemos de esto, de cómo funcionan estas cosas, que solo sabemos que tenemos hambre y nuestros hijos también”, afirma Israel con vehemencia, como si llevara atoradas esas palabras desde hace meses en su garganta.
Dentro de su casa, en la que la única decoración son dos camas en las que duermen seis personas, hay varios bultos de lana con la que ha intentado hacer de las mochilas, por las que su comunidad es mundialmente conocida.
“Quisiera dedicarme a terminar dos que tengo iniciadas, pero la angustia por tener que salir a buscar algo para comer, me lo impide. No puedo sentarme aquí cuando sé que mis hijos están esperando que en el plato caiga algo para comer”, se lamenta Israel mientras le da vueltas a una de las mochilas que dejó iniciadas.
Un par de fotos después y ante la prisa que tienen por salir a ver qué consiguen, Israel y su hermano se despiden, no sin antes señalar que así, con ese afán que les raya la cabeza, ‘vivimos todos los días’. Si es que a eso se le puede llamar vida…