“La versión corta, es que mi a mi hermano le encontraron un tumor cerebral” me soltó mi roommate de repente esa noche cuando llegué de caminar por la ciudad. Así, sin paliativos ni un dejo de imperturbabilidad en su voz, con el mismo estoicismo que respiran sus palabras cuando me habla sobre cualquier derrota inesperada de su amado Arsenal o un llamado en clase de su profesor para responder alguna pregunta sobre las sentencias que tenía que leer para ese día. “¿Y se lo detectaron rápido?” “No tanto como quisiéramos…”.
Entonces, el tiempo y la vida se suspendieron por un segundo en nuestra cocina de baldosas curtidas que tantos desayunos nos ha visto tomar, y quedamos suspendidos flotando en el vacío infinito de su mirada. Allí, en silencio, pude escuchar claramente la sinfonía de demolición que interpretaban sus pensamientos, el mundo que hasta esa llamada maldita él conocía se derrumbaba frente a mí y el suelo bajo sus pies se fragmentaba en pedazos atómicos como su propio corazón. Lo abracé como al hermano indio en que se ha logrado convertir a lo largo de estos meses, tratando de rodear con mis brazos la inmensidad de su figura. “Voy a rezar por él”, fue lo único que atiné a decir.
Sus ojos nunca habían sido tan cafés como aquel día y me recordaron a los de su hermano, un exitoso estudiante de doctorado en Harvard, de sonrisa constante y al que le encanta contrastar su tono de piel con tradicionales camisas de alegres tonos eléctricos. Han sido muchas las noches en las que ha aterrizado desde Boston para dormir en nuestra sala, compartiéndole mi segundo juego de sábanas y una almohada para su improvisada cama, ordenando pizza y cerveza para discutir juntos hasta el amanecer sobre lo divino y lo humano, con la sazón de sus aportes económicos a nuestra charla excesivamente jurídica, o simplemente derrotándolo en Fifa con el Gijón de mis amores, en medio de una algarabía bullosa que tiene cansadas a nuestras vecinas. Su dolor es mi dolor.
Y nuevamente me veo en la necesidad de reconsiderar la vida, esta vez como un frágil celofán tornasolado que recibe impactos cada tanto, algunos más fuertes que otros, y se va desgastando con el paso de los años hasta que, más tarde que temprano, un día se rompe. Pero algunas veces, la Divina Providencia te hace trampa y acaba el juego antes de tiempo, y los afanes, el estrés y todas esas cosas ridículas e insignificantes que con gran experticia ocupan nuestros días desaparecen y lo que verdaderamente nos llena, se despeja y magnifica.
Tristemente, es solo ante la inminencia de la muerte que notamos el valor de aquellas cosas que nunca hemos llegado a apreciar y que por andar corriendo hemos dejado pasar. Las palabras que no hemos dicho, los besos que no hemos dado, las llamadas que no hemos hecho, los sueños que no hemos perseguido, todo, como una sumatoria negativa, se acumula sobre nosotros hasta implorar por más tiempo o, mejor aún, una segunda oportunidad.