Hace pocos días llegó a la puerta de mi casa una joven mujer pidiendo comida. Su aspecto no era la de una limosnera, por el contrario, a pesar de sus dificultades económicas, vestía de manera sencilla pero decorosa. En su rostro, aún joven , se notaba la tristeza y su voz era un tanto tímida.
Cuando le pregunté sobre su procedencia, respondió del estado Falcón, Venezuela, y que había llegado recientemente, con su familia a esta ciudad. Hizo énfasis en que no quería dinero sino comida.
Después de entregarle chocolate y una lata de atún, con agradecimiento y con delicadeza recibió mi humilde contribución y prosiguió su camino por el barrio La Popa, no la de Cartagena, sino la de Ocaña; quizá para tocar otras puertas para invocar la ayuda y solidaridad de los vecinos.
Mi memoria comenzó a devolver el tiempo y me ubiqué en el año 1986 cuando me desempeñaba como reportero de este medio escrito en Cúcuta, y la bonanza petrolera tenía al bolívar en posición privilegiada, cada uno equivalía a 16 pesos colombianos.
En los almacenes del centro de la capital departamental, los clientes del vecino país llegaban en ‘enjambres’ , y así los connacionales hubiesen arribado primero, las preferencias eran para los compradores que tenían cientos o miles de ‘bolos’. A nosotros nos tocaba esperar hasta que vaciaran las vitrinas y estantes.
Desde muchos años atrás, tal vez al comienzo de la década de los setenta, cuando conocí a la “Perla del Norte”, en las emisoras, en las casas y casi que en toda la ciudad se escuchaba pura música venezolana: la Billos, Los Melódicos, Super Combo Los Tropicales, Los Blanco y la de otras orquestas.
Era normal, además, conocer los nombres de los jóvenes que emprendían la aventura hacia la patria de Bolívar en busca de trabajo en las fincas que abundaban a finales del siglo pasado.
Si el desempleo obligaba a los muchachos a emigrar a Venezuela, la violencia generada en el Catatumbo por el paramilitarismo empujó a miles de familias campesinas en pos de seguridad y subsistencia.
Sin que esta región hayan mejorado las condiciones laborales y las desprendidas del conflicto armado, la moneda se volteó y siguen llegando muchos venezolanos a la antigua provincia de Ocaña, y de manera particular a esta ciudad.
Las únicas opciones que han encontrado son el comercio informal en las calles, el mototaxismo y la prostitución. Se conocen casos de algunas profesionales que han tenido que someterse a vender sus cuerpos porque es la única opción que hallaron para llevar el sustento a sus hogares.
Los casos aislados, en los que se han visto involucrados algunos ciudadanos venezolanos, de asesinatos, robos y atracos, son tomados en algunos sectores de la región para fomentar movimientos xenofóbicos y para responsabilizar a los inmigrantes como culpables de la inseguridad que aumenta.
Parece que el Alzheimer o la ingratitud se está propagando en los ocañeros, y lo peor es que los enfermos no sueltan las camándulas y las biblias, o no escachan en los templos, porque olvidaron de manera prematura que en la patria de los que ellos llaman “venecos” se albergaron millones de compatriotas, y que los mensajes de Jesús, insisten en la caridad y la solidaridad.
Es cierto que el desempleo en la ciudad es preocupante, pero las calles, por escasas y estrechas que sean, alcanzan para que los venezolanos que llegan puedan vender productos alimenticios y hasta baratijas para subsistir.
Y como todo, dentro de los inmigrantes puede que se hayan colado algunos malhechores, pero no podemos generalizar… no todos los venezolanos son delincuentes.