El 4 de julio de 1991 culminó sus trabajos la Asamblea Nacional Constituyente, y el 7 del mismo mes se promulgó, mediante su publicación en la Gaceta Constitucional -órgano oficial de aquélla-, la Constitución Política de Colombia. Se sustituía así la centenaria Constitución de 1886 y se entraba en una nueva y decisiva etapa del constitucionalismo colombiano.
Aunque, desde el punto de vista técnico, el nuevo ordenamiento superior podría merecer críticas por su gran extensión -380 artículos permanentes y 59 transitorios, que con las reformas se han visto incrementados- y por no pocas innecesarias repeticiones, algunas contradicciones y algunos vacíos, y por la deficiente redacción de varias normas, lo cierto es que estamos ante una Constitución sólida desde el punto de vista de su estructura normativa. Su contenido, más allá de las formas, es rico en valores y principios ; con un importante arraigo en la democracia; con un sentido participativo y una visión pluralista de la sociedad. Con una carta de derechos muy completa, que no solo está a la altura de los avances alcanzados a nivel internacional, sino que supera en muchos aspectos lo conseguido en países de tradición y experiencia. Con instrumentos procesales aptos para la defensa material y la efectividad de los derechos contemplados y de las libertades públicas. Con reglas claras sobre los estados de excepc
ión. Con nuevos organismos e instituciones que han permitido la proximidad entre el ciudadano del común y su Constitución, como la Corte Constitucional y la acción de tutela.
Una Constitución que establece con amplitud numerosos mecanismos de participación del ciudadano en las decisiones que lo afectan. Una Constitución que, en varias de sus normas, desarrolla los principios del Estado Social y Democrático de Derecho.
Una Constitución con altísimo contenido axiológico, que reivindica el respeto a dignidad de la persona humana, la buena fe, la prevalencia del derecho sustancial, la aplicación preferente de los tratados internacionales sobre derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario, el valor del trabajo, la solidaridad y el pluralismo.
Si vamos a los contenidos, la nuestra es una Constitución que nos enaltece ante el mundo y que debe ser defendida con vigor por la sociedad; cuyos fundamentos -firmemente democráticos- deben permanecer y profundizarse mediante la acción de todas las ramas y órganos del poder público, más allá de la coyuntura y del interés político momentáneo, bajo la vigilancia ciudadana.
El papel de la Corte Constitucional, como máximo tribunal encargado de la guarda de la integridad y supremacía de la Carta Política, resulta trascendental en tal sentido. Para eso se concibió. En defensa del imperio de la Constitución; en procura de unas instituciones firmes, fundadas en los postulados que tuvo en cuenta el Constituyente al fundar el Estado; en defensa del sistema democrático y del Estado Social de Derecho; como salvaguarda, imparcial y determinante, del orden jurídico.
Los tribunales constitucionales no han sido consagrados para complacer al gobernante, ni para sacar adelante sus proyectos. El incienso no es lo suyo. Les corresponde respetar y hacer respetar la Constitución, declarando si una determinada regla de Derecho la desarrolla o la contraría. Su función en la democracia es clave para lograr, mediante sentencias definitivas e imparciales, que la Constitución no periclite; que no sea ahogada por las ambiciones políticas o las consideraciones de conveniencia momentánea; que no sea burlada, ni tergiversada; que sus valores se realicen; que sus principios se observen.