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Mujer en vinilo
Su luminosidad alegraba los espacios, preferiblemente desde la discreción: siempre admiré a la mujer que no impresionaba de inmediato.
Domingo, 24 de Julio de 2016

Los románticos éramos especialistas en la belleza de la mujer, porque teníamos el silencio, como un aliado peregrino, que nos la iba narrando en secreto: la asociábamos, inmediatamente, a las flores, la comparábamos con los pájaros, la idealizábamos en torno a un idealismo maravilloso, que sólo se dejaba gozar en los rincones secretos del alma. Nos gustaban menos sensuales, más delicadas -al menos a mí- con sus vestidos de colores, de flores y mangas, con trenzas en el cabello, con diademas y hoyitos en las mejillas y una deliciosa sonrisa, sanamente pícara, dibujada con una flor roja como pincel.

La podíamos deleitar lentamente y recorrerla con ojos de artista, seguramente de reojo, con la deliciosa sensación de absorber su aura de colores en un fondo azul, porque un precioso recodo del cielo se transportaba para decorarla y sembrarla en el recuerdo así como un instante, de estirpe soñadora, se inscribe en el corazón.

Su luminosidad alegraba los espacios, preferiblemente desde la discreción: siempre admiré a la mujer que no impresionaba de inmediato, sino era descubierta en el milagro de ser ella, como la ambrosía recóndita de las diosas aromadas de una intensa nostalgia de amor.

Sus espacios eran diferentes, y sus tiempos, porque estaban decorados con ternura, porque su voz era suave y un poco lenta: hasta en su caminar se protegía la recatada emoción de su femineidad.

Y su rostro era como el reflejo de una aurora, cuando estaba feliz, o de una sombra que bajaba del crepúsculo cuando triste, porque tenía derecho a la melancolía (le quedaba bonita), a cerrar los ojos e imaginar lo bello de su condición de ser la esencia hermosa del universo.

Era caricia y pétalo a la vez cuando su frescura se asomaba a la naturaleza, nube cuando era pertinente enlazarla a la inspiración en un poema. Era la intuición que despertaba ilusiones, oscuridad y luz, semilla y fruta a la vez, y generaba una suavísima intuición de lo inefable: se sentía de lejos su sí misma.

 

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