Aunque la expresión correcta es high social class, no se a quien se le ocurrió llamar a las familias de abolengo, o clase alta, high life, o de la sociedad, como si quienes estuviéramos fuera del círculo privilegiado fuésemos menesterosos, delincuentes o indeseados.
Era apenas un adolescente, cuando comenzaron a gustarme las muchachas bonitas, pero casi todas las que despertaban en mí idilios fantásticos, hacían parte de las familias que eran socias del rimbombante Club Ocaña, en otras palabras, totalmente inalcanzables.
Recuerdo las épocas de las novenas navideñas, en el exclusivo centro social, cuando las mejores orquestas del país amenizaban los bailes, y con mis amigos Emiro, Orlando y Pedro nos quedábamos observando por las ventanas a las hermosas chicas que lucían sus vestidos de moda.
Cuántos sueños románticos nos despertaban las bellas damas, a quienes comparábamos con las heroínas de las películas que veíamos en las salas del Morales Berti, del Avenida y, posteriormente, del Leonelda.
Los afortunados caballeros que exponían con altivez los pantalones y camisas que les compraban en el almacén El Roble, muchos de ellos compañeros del colegio Caro, le daban rienda suelta a la felicidad y a la fortuna de tener las parejas que bailaban como diosas las canciones de Los Monjes, Los Astros, Los Black Star y Los Univox.
Los nueve días, incluidos del 16 al 24 de diciembre, no sé si representaban una buena opción de recreación o, por el contrario, la frustración de querer bailar con tan lindas mujercitas, y reconocer que ellas y las fiestas estaban muy lejos de nuestras posibilidades.
Dentro del clasismo que había en las décadas de los sesentas y setentas del siglo pasado, el que un plebeyo se atreviera a piropear a una muchacha de la “high life” era casi que un delito, al que ellas respondían con grosería: “Uyy, mucho manteco…”.
Para ese tiempo, en diciembre y Semana Santa, la moda era girar alrededor del parque 29 de Mayo, especialmente los muchachos y muchachas, y de esas vueltas surgieron muchos romances. Pero ni por equivocación, los miembros de las familias de la “alta sociedad” podían mezclarse en esa rutina con “los de ruana”.
Pero como siempre hay excepciones, algunos de esa ralea se enamoraron locamente de intrusos o intrusas hasta llegar al matrimonio y, después, que lío tan tremendo para ingresar al Club Ocaña.
Y no podían faltar las especulaciones o exageraciones, se rumoró que un rico comerciante bregó por asociarse al excluyente club y como los estatutos establecían que solo era para las familias de linaje, amenazó con comprarlo.
Como hecho paradójico, muchos de los socios fueron extranjeros que llegaron a la ciudad como comerciantes y aquí amasaron sus fortunas, a ellos no les exigieron que demostraran su abolengo, como de manera implacable sí lo hicieron con los ocañeros raizales.
Gran parte, por no decir que la mayoría de los jóvenes con apellidos de pelaje estudiaban en el colegio Caro o en la Presentación. Los otros, los de origen humilde, en las normales, en el Agustina Ferro o en el Alfonso López y sus familias escasamente podían asociarse al club Tarigua.
Ahora, las cosas son muy diferentes. Los apellidos no cuentan, lo que sí es decisivo es el dinero, bien o mal habido, pero quienes se sacrificaron por obtener un título universitario y se han desempeñado laboralmente con honradez y ética, cuentan con el reconocimiento y respaldo social.
Si antes había que tener ralea para ingresar al Club Ocaña, ahora solo se necesita que cuente con el dinero necesario para alquilarlo o para pagar la entrada de los bailes que allí organizan. Afortunadamente ya pasaron los tiempos de la gente de la sociedad, o de la “high life”.