Desde la llegada de los primeros receptores de radio a la ciudad se produjeron hechos ‘macondianos’ como buscar a los locutores dentro de los enormes aparatos y como era lógico, solo las familias adineradas podían traer los novedosos equipos electrónicos a través del cable aéreo.
A mediados de la década de los 50, del siglo pasado, un gran número de ‘curiosos’, o, ‘noveleros’, hacían fila en el antiguo parque de Santander para escuchar las voces o la música que se desprendían de los fantásticos radios.
En ese tiempo se pusieron de moda los picós, no como los que usan en la costa Atlántica, sino unos aparatos hechizos que los armaban con los receptores, tocadiscos y cornetas (amplificadores). Hubo personas especializadas en amenizar las fiestas familiares con sus vetustos equipos y obviamente, cobraban por horas y colocaban la música que estaba de moda.
En el barrio El Palomar, a finales de 1968, en el elevado sector ubicado en el centro oriente, las canciones del recién coronado primer rey vallenato, Gilberto Alejandro Durán Díaz, ‘Joselina’ y ‘El martillo’, se escuchaban frecuentemente en la radiola que le compró la familia Navarro Cantillo al exalcalde Yebrail Hadad Salcedo.
Cuando el hijo mayor, Alonso, regresaba de Barranquilla, donde residía, la música caribeña se difundía por el tradicional sector, como la de los puertorriqueños Richie Ray y Boby Cruz, especialmente “El seis chorreao”, que sonó durante el diciembre de ese año.
Con los primeros televisores, que llegaron en esta misma década, aconteció algo similar, no por la inocencia de los teleobservadores pero sí por las serias dificultades económicas para acceder a alguno de ellos, porque relativamente eran más costosos que los radios, de tal manera que solo los prósperos comerciantes estaban en condiciones de traerlos de otras ciudades.
Cursaba el cuarto de primaria en la escuela Simón Bolívar, en 1965, pleno centro, cuando el compañero de clases Simeón Quintero nos invitó al hotel Carola, en el sector del mercado, que era de sus padres, a ver televisión, que para Víctor Suárez, Aliro Cantillo, Alfonso Acosta y yo, era un sueño o una fantasía.
Desde el primer momento quedamos atrapados por el moderno medio de comunicación y desde el distante barrio La Piñuela, tomábamos como pretexto cualquier tarea para acudir a la casa de nuestro amigo a observar la famosa serie norteamericana “El Santo”.
Cinco años después, en la misma casa donde sonaba la estereofónica radiola, desde la capital del Atlántico trajeron un televisor, lo mismo que en la de Carmito García, que se lo envió un hijo que tenía en Medellín. En esta última, los niños y adolescentes de la época hacían fila para que los dejaran entrar para ver televisión y no faltaban los empujones y el desorden de los indisciplinados telespectadores.
El alunizaje de Neil Armstrong y Michael Aldrin el 20 de julio de 1969 lo vimos en la primera de estas viviendas. La casa se llenó esa noche de tanta fantasía con mi mamá, la tía Otilia y varios de mis hermanos ,primos y por supuesto los anfitriones. De manera atenta y sorprendida veíamos a los dos astronautas gringos saltar como canguros por el suelo desértico de la luna y las conjeturas y dudas abundaban, hasta el punto de afirmar que no era cierto lo que veíamos.¿ Un montaje?
En pleno mundial de México setenta, en el barrio compraron televisores en las familias Rozo Alsina y León Peñaranda, respectivamente. Primera vez en mi vida que vería un partido por televisión en vivo y directo. En la primera de ellas y en medio de la emoción del partido entre Brasil y Checoslovaquia, una mujer altanera apagó el aparato aduciendo que iba a barrer. Con rabia e impotencia salí con mis compañeros y nos acogieron en la otra casa, en la que nos permitieron ver todo el mundial hasta cuando el Rey Pelé alzó la copa Jules Rimet en el estadio Azteca.
Ahora que han pasado más de cincuenta años, los sueños electrónicos han dado paso a la “fiebre electrónica”, ahora no solo los ricos o pudientes tienen aparatos de radio, de sonido o televisión, en las viviendas más humildes de Ocaña y la región no faltan ellos, por el contrario, abundan.