“Flaco, lanudo y sucio. Con febriles ansias roe y escarba la basura; a pesar de sus años juveniles, despide cierto olor a sepultura…”, fragmento del poema –El perro vagabundo-, del chileno Carlos Pezoa Véliz, que describe la tormentosa vida de los perros callejeros, es decir, de los ‘chandosos’, en contraste con los canes que conviven con las familias adineradas, a quienes les sobran los alimentos exquisitos y nutritivos, además del cuidado permanente de los veterinarios y hasta de estilistas.
Con la paradoja anterior, perfectamente se podría afirmar que la forma de vida animal que más se asemeja a la humana es la de los caninos, unos y otros deambulan por las desiertas calles en búsqueda de mendrugos y restos de alimentos casi putrefactos para poder sobrevivir, y los afortunados , unos y otros, degustan caviar y liban los licores más finos, rodeados por verdaderos ‘enjambres’ de sirvientes, o consumen alimentos concentrados costosos y hasta son llevados a los spas para que los liberen del estrés.
Para puntualizar esta injusta desproporción, con lo que una familia adinerada sostiene a una mascota, perfectamente podría hacerse con cuatro personas, los padres con dos hijos, pero muy de buenas los perros de razas finas y, hasta tal cual callejero, que es rescatado y tratado con todas las consideraciones; porque voy a centrarme en estos, que pululan en la ciudad y en algunos lugares bien sorprendentes.
La moda de las mascotas perrunas se ha impuesto en casi todos los países occidentales- porque en los orientales se los comen- y, por supuesto que nuestra ciudad no podría ser la excepción. En los carros particulares se desplazan papá y mamá con los niños y no pueden faltar los alegres animalitos que saquen sus cabezas por las ventanas.
No solo los pequeños les exigen a sus padres llevar a los perfumados perritos a los centros comerciales o lugares de recreación, los jóvenes, muchachos o muchachas, deben exhibirlos por donde quiera que vayan, y no faltan los caminantes, que en las mañanas recorren las vías céntricas y periféricas , llevando peligrosos perros sin bozal, en contravía del Código de Policía vigente y quizás dispuestos a pagar sumas millonarias por los ataques a transeúntes.
Como consecuencia de la petofilia, es decir, el excesivo amor por los perros, en los colegios locales y la misma universidad, los niños y jóvenes les llevan alimentos y los conducen hasta las aulas, con la complacencia de los docentes, ignorando los riesgos sanitarios que implica la convivencia con dichos animales y hasta la misma agresión por parte de ellos.
Recuerdo la primera columna que publiqué en este medio y que la dediqué a las víctimas de los falsos positivos que fueron sepultadas en el cementerio campesino de la vereda Las Liscas, arriba del campus de la UFPSO. Los dueños del fatídico predio, en ese tiempo denunciaron los perros que eran botados por sus dueños y los que posteriormente se trasladaban al centro de educación superior , donde los universitarios comparten sus alimentos en las cafeterías.
Los rectores de los colegios y el director del Alma máter, ignoran que los perros callejeros pueden transmitir complicadas afecciones como : la rabia, borreliosis, leptospirosis, campilobacteriosis, hidatidosis, sarna sarcóptica, toxosplasmosis , toxocariasis y Capnocytophaga canimorsus.
Además de las posibles consecuencias en la salud de estudiantes , profesores y aministrativos, los eventuales daños sufridos por el ataque de perros, deberán ser asumidos por las mismas instituciones educativas, por la permisividad y falta de prevención de sus directivas.
“ …Ay cuántas veces quise tener cola andando junto a él por las orillas del mar,
en el Invierno de Isla Negra,en la gran soledad: arriba el aire traspasando de pájaros glaciales
y mi perro brincando, hirsuto, lleno de voltaje marino en movimiento:
mi perro vagabundo y olfatorio enarbolando su cola dorada frente a frente al Océano y su espuma.
Alegre, alegre, alegre como los perros saben ser felices, sin nada más, con el absolutismo de la naturaleza descarada. No hay adiós a mi perro que se ha muerto. Y no hay ni hubo mentira entre nosotros. Ya se fue y lo enterré, y eso era todo.” , algunos versos del poema “Un perro ha muerto”, del gran Pablo Neruda.
Y, definitivamente, el afecto que no encontramos en nuestros semejantes, lo hallamos en estos animales, y las desigualdades sociales, étnicas, religiosas, políticas e ideológicas que nos separan a los humanos , coinciden mucho con los contrastes perrunos.