Cuántas lágrimas se habrán derramado durante los prolongados cincuenta años del conflicto fratricida que soportamos los colombianos, por parte de los mismos protagonistas, llámense guerrilleros, soldados, policías o paramilitares.
Los compañeros fulminados por los proyectiles o destrozados por las bombas, seguirán intactos en la memoria o en el corazón de los que han tenido la fortuna de sobrevivir a la inexplicable confrontación.
Quienes hemos observado, por obligación, algunas facetas de la violencia que viene desde el siglo pasado, las conservamos en nuestro “disco duro” por el impacto emocional que provocaron.
Transcurridos unos 28 años, las imágenes se conservan de una manera tenue o titilante. En junio del 89, mientras me alistaba a disfrutar la siesta del almuerzo, en la casa paterna, a unos 30 metros de la capilla de San Antonio, el párroco de esa época, Elías Atehortua Aconcha, entró de manera precipitada.
El larguirucho sacerdote, sin ocultar su nerviosismo me entregó un comunicado del Eln, en el que nos conminaban a recibir a un agente de la Policía Nacional que había sido “retenido” por el movimiento subversivo en el sur de Cesar.
El prelado, consciente de nuestra ineludible responsabilidad, me esperaba en su vehículo parqueado frente a su despacho parroquial, en el antiguo barrio La Piñuela, sur de la ciudad.
El inesperado compromiso me obligó a suspender o aplazar la parranda que había programado con amigos de la vieja guardia. Como la entrega del uniformado la fijaron en el corregimiento El Burro, jurisdicción del municipio de Pailitas, calculé que en la noche de ese sábado regresaríamos con la misión cumplida.
Con la pericia de un conductor experto, el padre Elías devoró la mayoría de kilómetros que nos separaban del lugar de la cita, una estación de gasolina, pero se vio obligado a detener el Suzuki antes del puente que conduce al municipio de Pelaya, para eludir un enorme trancón de centenares de automotores.
La fila de vehículos era muy larga y el tic tac del reloj amenazaba con llegar tarde al sitio donde debíamos recibir al policía. Luego de considerar varias alternativas, resolvimos devolvernos y cruzar la quebrada que estaba un tanto crecida y seguir por una trocha interminable.
Acompañados por las primeras sombras de la noche que se acercaba, por fin llegamos pero uno de los emisarios de los “elenos” nos manifestó que los guerrilleros resolvieron devolverse con el cautivo e internarse en las montañas de Bobalí, en el municipio de El Carmen, Norte de Santander.
Exhaustos y desilusionados por no cumplir con la misión humanitaria les propusimos a los milicianos que nos condujeran al sitio donde pudiésemos recibir al agente. Luego de hacer la consulta correspondiente, indicaron que siguiéramos a dos muchachos en una motocicleta.
Atravesamos muchas fincas ganaderas y el recorrido se prolongó por varias horas hasta que llegamos a un paraje de piedemonte, custodiado por alzados en armas. Para aliviar el cansancio y ahuyentar el sueño, ya era la madrugada, nos prepararon café.
La tediosa espera fue interrumpida por los pasos de los guerrilleros que por fin lograron bajar de la montaña y traer al joven policía, que portaba en una de sus manos una bolsa con sus pertenencias.
Apenas nos observó, llorando como un niño, desprotegido y vulnerable se abalanzó sobre nosotros y nos abrazó con desesperación.
Luego de una especie de juicio político, nos lo entregaron, previa firma de un documento, en el que constataban que se encontraba en buenas condiciones de salud, con la advertencia de que no nos detuviéramos en ningún retén del Ejército o de la Policía, nos advirtieron que podrían asesinarnos para inculparlos a ellos.
El padre Elías, casi que voló en su jeep y en las primeras horas del domingo fuimos hasta la casa del entonces procurador provincial, Dagoberto Arévalo, quien después de prepararse nos acompañó hasta el comando de la policía para entregar al agente Celso Guarín.
No alcancé a llegar a la parranda, pero después de dormir, en la tarde fui al barrio El Carmen, en el oriente de la ciudad, junto con mis colegas Omar Alonso Páez y Aliro Angarita, a la residencia del policía, que disfrutaba con su esposa, hijos y compañeros, de su merecida libertad y bienvenida. Nos recibieron con aplausos y demostraciones de gratitud.
Además del agente de policía Celso, de quien no volví a saber nada. Como periodista me correspondió el riesgoso oficio de recibir a otros secuestrados, y de alguna manera, mitigar lágrimas de nuestro interminable conflict