No me voy a referir a mujeres que ofrendaron sus vidas por alguna gesta patriótica o que le hicieron un aporte rimbombante a la sociedad, mis personajes fueron madres sencillas que hicieron una obra interesante en sus hogares, pero que se fueron al más allá sin que sus realizaciones fueran publicadas en periódicos, revistas o programas de televisión.
Como ocurría hasta finales del siglo pasado, las mamás se llenaron de hijos, algunas llegaron a parir y criar hasta 16, totalmente solas, porque sus esposos estaban seguros que su responsabilidad en sus casas solo era el sostenimiento económico y su autoridad paternal.
De manera injusta y absurda se afirmaba que las mujeres de esa época eran mantenidas y que no trabajaban, como si preparar los alimentos, lavar y planchar la ropa, barrer, trapear y mantener aseada y atractiva la vivienda, no implicara esfuerzos físicos y dedicación, amén de levantar y educar a sus numerosos vástagos.
Además de esas exigentes y desgastantes tareas, a muchas de ellas les tocó crear y desarrollar microempresas artesanales como la fabricación de sombreros de lata, velas y arepas. Los exiguos ingresos de sus esposos había que reforzarlos con esas duras tareas para que el presupuesto familiar permitiera la educación de los niños y muchachos.
Sus sacrificios tenían como metas o sueños, a veces inalcanzables, de que sus descendientes fueran importantes profesionales, sobre todo profesores, médicos o abogados. Si era complicado sostenerlos en los escasos colegios para que se graduaran de bachilleres, ¿cuántos serían sus esfuerzos para enviarlos a las universidades de Bucaramanga, Bogotá, Barranquilla o Medellín?
Para muchas de ellas, todo fue en vano, sus hijos no les correspondieron, porque se dedicaron a labores comerciales o porque simplemente se enamoraron de manera apresurada y se casaron.
El espacio que tengo en esta columna sería insuficiente para mencionar los nombres de aquellas guerreras que se fueron a la tumba con satisfacciones o frustraciones, y lo más triste, dentro de un injusto anonimato.
En la celebración del Día de la Mujer o simplemente en el de la madre, sus nombres no aparecen en las páginas sociales, escasamente son recordadas y valoradas por quienes aprovecharon sus esfuerzos o solo les devolvieron ingratitud y olvido en las que fueron sus familias.
Las protagonistas reconocidas y sobre quiénes reposan una inmensa gratitud, primero Delia María, mi madre, que disfrutó de nuestros triunfos y que formó como gente de bien a sus diez hijos. A mi tía Otilia, la que miraba con su alma y que contagiaba con su ternura, que a punta de sombreros y velas condujo a buen puerto a sus cuatros hijos, no obstante su prematura viudez.
En mi matrimonio no obtuve una suegra cariñosa y comprensiva, sino mi segunda mamá, doña Elara Jácome, mujer que fue premiada por la naturaleza con una impresionante belleza, en El Palomar fue reconocida como la peluquera del barrio, tarea que realizaba con un dinamismo sorprendente, y su clientela preferida eran los niños y los campesinos que “parqueaban” sus burros y mulas, cerca de su casa.
Fuera de los intereses publicitarios que abundan y aburren durante el mes de mayo, una justa recordación a las mujeres que cumplen con su misión natural de parir y de llenar de cariño y orientación a sus hijos, gracias a todas ellas, las heroínas anónimas.