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La serenidad azul de José
Así era el ir y venir de sus sueños, igual a la ruta de las hojas que caen y a los cantos de las aves, antes de recluirse en su telón vespertino y adormecerse en los linderos de la serenidad azul de su espíritu.
Domingo, 19 de Diciembre de 2021

En Navidad, José salía a caminar -con su cayado y su silencio- por los alrededores de la casa, nutriendo su corazón de ruiseñor con el paisaje y el entorno donde crecía Jesús: la carpintería, el patio hacendoso de María y los animalitos.

Y cuando se sentaba a mirar el horizonte, daba gracias a Dios por el don de disfrutar las bondades caseras y gozar las picardías de su hijo bendito al bajar frutas y correr tras los perros y los pájaros.

Después, iba a la orilla del lago a tirar piedrecitas y soñar, escuchar cada susurro del viento, el rumor bajito de las olas o las campanas tañendo lejanas. Y luego volvía, para encender un viejo farolito -con una vela cariñosa-, que iluminaba su rincón de fantasía.

El escenario era de una intimidad tal, que le sugería un encanto parecido al suspiro del viento, a las sombras de los colores, o a todo aquello semejante a la ternura que entibiaba su alma.

Así era el ir y venir de sus sueños, igual a la ruta de las hojas que caen y a los cantos de las aves, antes de recluirse en su telón vespertino y adormecerse en los linderos de la serenidad azul de su espíritu.

Su corazón había aprendido que hay una melancolía buena, esa que traza callejas por donde se van plantando las huellas nobles del tiempo y orientan los pasos hacia la dimensión sagrada de la vida.

La celebración navideña era -como todo lo suyo-, sencilla, sola, paciente y callada, con en esa placidez que había aprendido a tupir en su pecho, parecida a un jardín de flores, o a una bandada de mariposas batiendo su nostalgia.

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