Bastante frenéticos han sido los últimos días para el mundo literario por cuenta de “Klara y el Sol”, la más reciente novela del escritor japonés Kazuo Ishiguro, ganador del premio Nobel de Literatura en 2017. El vasto despliegue publicitario de su nuevo libro no tendría nada de excepcional para un autor con asiento en el Olimpo Literario de no ser por la estratégica posición que esta obra ocupa en su canon bibliográfico y el morbo editorial que le acompaña: es su primera obra publicada tras hacerse con el máximo galardón mundial de las letras.
Es innegable la presión invisible que los críticos y el público ejercen sobre el infortunado conjunto de palabras que, sin habérselo propuesto, corren con la mala fortuna de terminar componiendo la primera sinfonía que sigue al instante cumbre en la carrera de un escritor laureado con el Nobel de Literatura. Aunque muchas de ellas ya han sido escritas para cuando la llamada que les cambia la vida ha sido contestada, sobre ellas recae el estricto escrutinio de millones de ojos que esperan que el flamante ganador siga demostrando la calidad estilística que le hizo inmortal.
Algunos han sabido responder a las expectativas, como García Márquez (1982), quien tres años después de su hazaña en Oslo deslumbró al planeta con “El Amor en los Tiempos del Cólera”, la quintaesencia de las historias de amor y un clásico inmarcesible del Siglo XX. Un caso similar al del turco Orhan Pamuk (2005), quien en 2008 sacudió los cimientos de las librerías con “El Museo de la Inocencia”, un exitoso melodrama desarrollado en el corazón de Estambul de tal repercusión que terminó en la construcción de una réplica real del museo ficticio que da nombre al libro.
Mientras algunos, como la canadiense Alice Munro (2013), nunca más tendrán que lidiar con las exigencias de la crítica, pues se retiró de la literatura pocos meses antes de obtener el premio, otros nos tienen en ascuas por conocer su siguiente movimiento. En este grupo destacan la bielorrusa Svetlana Alexiévich (2015) quien, desde la publicación de su polémico “El Fin del ‘Homo Sovieticus’” en 2013, ha recorrido el mundo en busca de relatos para un texto sobre las complejidades del amor aun con fecha incierta de lanzamiento, y el chino Mo Yan (2012), quien lleva una década sin escribir una nueva novela desde la publicación en 2011 de “Rana”, una mordaz crítica a la política del hijo único de China edulcorada con realismo mágico a la asiática.
Y luego está el curioso caso de Elfriede Jelinek (2004), la cuestionada autora austriaca quien, tras el escándalo que generó su nombramiento, centró su producción literaria en obras teatrales con prolíficos resultados hasta que en 2011 sorprendió a todos con “Envidia”, su primer trabajo en prosa desde el galardón. Una “novela privada”, como ella misma la denominó, de casi 700 páginas en alemán que se consigue gratuitamente en su página web y que por lo mismo nadie se ha interesado en traducir ni empastar comercialmente. Todo un troleo editorial con el estilo provocador de Jelinek.