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La extravagancia de los huevos de oro
Lo peor que le puede suceder a un pobre, no es permanecer en la inopia. Es todo lo contrario, pegarle al Sorteo Extraordinario de Navidad.
Sábado, 15 de Agosto de 2015

Posar de nuevo rico y no de cualquier manera, sino con un rosario de ceros a la derecha, más que un formidable golpe de suerte, viene a ser una desagradable experiencia, por aquello de lo mortificante que resulta, tener que cambiar los fríjoles con tocino, por la tocineta al ajillo y las deliciosas y provocativas papas chorriadas, por el puré de papa a la holandesa.

La verdad es que pasar del agua panela con limón, a un importado vino chileno o de la tradicional cerveza espumosa, a la rosada espuma de una champaña francesa, es asunto no fácilmente asimilable, no obstante haberse trasladado de la pensión “La Media Luna”, a un elegante y suntuoso hotel de cinco estrellas.

Recuerdo el caso de una pareja de nuevos ricos, a quienes el gerente del hotel invitó a una ternera a la llanera, en la zona verde del costado norte de la piscina principal. Le agradezco mucho la invitación señor, le respondió el nuevo huésped, pero es que en la casa de un amigo mataron un caviar y no podemos faltar.

El improvisado Don Dinero, creía que el caviar era algo así, como una rara especie de cerdo exquisito, importado de Alemania, para llenar las apetencias de muy contados personajes económicamente privilegiados.

Lo que no sabía él, era que aquel suculento menú, era una de las peores atrocidades, que hubieran podido ocurrírsele a la cocina europea. Para empezar debemos decir que el caviar es un exótico huevo de esturión, que tiene aspecto de natilla morada, huele a franelilla sudada de pescador, sabe a rampuche salado y vale una fortuna, como si se tratara de un diamante.

Personalmente yo me quedo con los huevos de iguana, no obstante oler su cáscara a calzoncillos de loco. Prefiero esas verdosas y amarillentas pelotitas, que parecen nudillos de una camándula gigantesca, al insípido y aserrinado sabor de un caviar elitista.

Decir lo anterior, tal vez se deba a que todavía no me he sacado la extraordinaria. Mas hablando en serio, aparte del desagradable olor de la cáscara del huevo de iguana, no he saboreado en la vida bocado más delicioso, que la tibieza interior de su yema. Es algo así como tocar con los nerviosos dedos, el esquivo pétalo de una púrpura rosa, en una mañana de domingo.

Hablando de huevos se me viene a la memoria, unos que, de niño, me sirvió mi madre al desayuno, durante toda una semana. Fueron de pizca peruana, traídos por una vecina suya, de religión evangélica, que venía de cumplir una misión en la selva de aquel vecino país. Eran unos huevos de color morado, casi del tamaño de una bola de billar. Venían enguacalados en unas cajas especiales, de a doce docenas cada una. Recuerdo que no obstante ofrecerlos a precios elevados, se evaporaron en un abrir y cerrar de ojos. No basto sino que mi madre corriera la bola, sobre el sabor de aquellos huevos maravillosos que le habían regalado, para que desaparecieran como por encanto.

Hoy debo confesar que cuando muchos años después, probé por primera vez los huevos de codorniz, inmediatamente imaginé que una hada madrina, con su varita mágica, había reducido los gigantescos huevos de pizca peruana, para evitar que los insoportables millonarios de ruleta, aturdieran los oídos de los pobres, adornándose con el ruido de las cáscaras.

Ahí pensé en la frase que pronunció, en el paraninfo de la Universidad de La Habana, el Director de la Real Orquesta Sinfónica de Cuba, luego de un viaje triunfal por Europa: “En mi largo y extenuante recorrido, tuve la oportunidad de conocer gente tan pobre, que lo único que tenían era dinero”.

Oído lo anterior, habremos de reducir nuestra apetencia, a la redondez de un huevo de gallina.

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