En tiempos de dificultad, el populismo alimenta el autoritarismo. Hace pelechar ideas descartadas por fracasadas en la vida práctica, como el marxismo. Y también da alas a la extrema derecha para tratar de mostrar que sus fracasos históricos no son tales, sino simples malentendidos de historiadores parciales. El populismo no deja ver la caída de la Unión Soviética por el peso de su propia ineficacia, ni deja recordar con energía el nazismo alemán o el corporativismo italiano; las dictaduras latinoamericanas, en versión de la derecha, salvaron a la región del diablo comunista; pero no establecen el precio pagado por la gente y sus libertades. Y Cuba y Venezuela, en versión de la izquierda, son exitosísimos países que luchan por su libertad, sin que se nos diga tampoco cuál es el precio pagado por sus pueblos.
El postmarxismo latinoamericano trae dos innovaciones para mantener viva la necesidad de su existencia autoritaria contra las crisis: de un lado, afirma que en democracia liberal es imposible llegar a acuerdos sobre las reivindicaciones sociales; y de la otra, que el proletariado no es el único protagonista de la lucha social: ésta tiene múltiples actores y variados intereses y reivindicaciones, que deben coordinarse para demostrar que no es posible acordar y que, unidos, la crisis se ahonda hasta que se hace indispensable una solución extrema electoral o de fuerza. Con estas nuevas premisas, lo que están reconociendo los marxistas es la existencia y fortaleza de la clase media, la burguesía tan odiada por ellos, que ha aparecido y crecido con ímpetu en las últimas décadas de la globalización. También lleva este reconocimiento a insinuar que, en democracia, sí se producen cambios y avances que derivan de acuerdos colectivos y que el progreso y la prosperidad recientes del mundo, vienen de ese sistema de libertades económicas, individuales y nacionales. Desde la derecha, Mianmar y su golpe de estado, El Salvador y su autoritarismo, Trump y su toma del Capitolio, son meras expresiones populares de la solución que radica en un estado atrabiliario.
Estamos en esas con el virus, el paro, las protestas y la incapacidad gubernamental para hallar un camino de soluciones. Los postmarxistas de Cuba, y Venezuela, la izquierda doméstica y la guerrilla del Eln, quieren demostrar que nuestra democracia es incapaz de acordar soluciones. Y la derecha, desde los partidos en ese extremo hasta algunos egregios prohombres de negocios, aúpan el caos para tratar de demostrar que la extrema izquierda es culpable y no merecedora del voto el año entrante. Caos beneficioso para los dos extremos que lo alientan.
Estamos en medio los que creemos en la democracia que nos ha hecho progresar en cincuenta años más que en el resto de nuestra historia, y produce pactos sociales y reformas graduales que elevan la calidad de vida. Están los jóvenes que quieren un primer trabajo digno y estable, una formación profesional más pertinente, más libertades y participación adicional. Están las familias inconformes de clase media que no quieren regresar a la pobreza. Y está la Fuerza Pública sin guía desde la cúpula del estado, regañada por la mañana, exigida al medio día y vapuleada por los vándalos en la tarde.
El Alto Comisionado para la Paz, Miguel Ceballos, fue encargado de llegar a acuerdos con los que protestan; aceptó esa responsabilidad y después renunció para ser candidato presidencial, sin lograr nada en ninguna mesa, ni en la del paro, ni en la del Eln ni en la de los acuerdos con las Farc . Es una broma de mal gusto, o está en la teoría del caos.
Duque tiene que demostrar ya, que nuestra democracia puede construir acuerdos de cambio, así le moleste el cambio, y atender, una por una, las solicitudes para evitar la manipulación desde los extremos y que caigamos en los autoritarismos que allí moran. Solo, no puede lograrlo. Abriéndose, tal vez; pero no hay que descartar que ya sea tarde.