Trabajé en la Presidencia de la República en 1977 con Alfonso López Michelsen. En aquellos tiempos, el equipo de palacio era un equipo pequeño, sin títulos rimbombantes y con salarios modestos. Mi título era el de Consejera Presidencial a secas, ni alta ni baja. Los consejeros presidenciales éramos solamente dos.
El grupo de asesores del Presidente estaba conformado, además, por el Secretario General, el Secretario Privado, la Secretaria Económica, la de Prensa y la encargada de las comunidades. Asistíamos al Consejo de Ministros y al Consejo de Política Económica y Social y todos cabíamos. Las funciones de los consejeros eran las de asesorar al Presidente en múltiples áreas y estar a su disposición para las tareas que nos encomendara. No competíamos con los ministros, quienes ejecutaban las políticas y programas del gobierno en sus respectivas áreas.
Con el tiempo, y sobre todo a partir del gobierno de César Gaviria, la estructura de la Presidencia comenzó a crecer y a volverse más compleja. Llevó a su equipo personal, que en aquel entonces fue bautizado con el nombre del “Kinder de Gaviria”. Sin embargo, “la meca” de la explosión burocrática en Palacio llegó con el Presidente Santos, quien nombró consejeros y asesores en áreas que coinciden con las funciones de muchos ministerios. Los títulos de Consejeros a secas no fueron suficientes. En la reorganización del 2012 los llamaron Altos Consejeros Presidenciales. Después esos títulos también parecieron insuficientes. En 2014 hubo una nueva reorganización y fueron designados cuatro Ministros Consejeros de la Presidencia, y un alto número de consejeros presidenciales y de asesores del vicepresidente, en áreas que se entrecruzan con varios ministerios. El Secretario (o Secretaria) General también pasó a llamarse Ministro y la prensa se refería a él como el Superministro.
De acuerdo con El Espectador, los cuatro Ministros de la Presidencia le costaron al país, por 20 meses, un total de $1.680 millones. Cada uno de estos ministros ganaba anualmente $250 millones.
Néstor Humberto Martínez, un hombre muy capaz, preparado y curtido, fue nombrado como primer Superministro. No duró mucho tiempo. La prensa informó que había tenido serias diferencias con la también poderosa María Lorena Gutiérrez y con algunas ministras. Regresó a su firma de abogado, en donde, sin lugar a dudas, gana más que el sueldo que tenía en la Presidencia, por alto que fuera.
La abrupta renuncia de María Lorena Gutiérrez creó una crisis del gabinete y dio origen a otra reorganización. Fundamentalmente consistió en la eliminación de los títulos de ministros para regresar a los de Altos Consejeros Presidenciales, en las mismas áreas, excepto en la correspondiente a lo que ahora se volvió a llamar Secretaría General. Por lo que parece, la nómina de Palacio no disminuyó.
La Presidencia de la República de Colombia parece hoy una institución más apropiada para un país rico, mucho más grande que el nuestro y en el que el Presidente se puede dar el lujo de delegar en muchas áreas. Se dice que el estilo de Santos es, precisamente, el de delegar y no meterse en los detalles del día a día.
Ha invertido mucho tiempo, esfuerzos y capital político en las negociaciones de paz con las FARC. A mi manera de ver, sus actuales niveles de impopularidad se explican, en parte, por la oposición agresiva de algunos sectores de la opinión pública frente a las negociaciones y por las acusaciones, injustificadas, de que se le está entregando el país a la guerrilla. La recesión económica y los aumentos en la tasa del desempleo, producidos por la caída en los precios del petróleo y de otras materias primas, factores fuera del control del gobierno, también lo han debilitado. Sin embargo, si se logra la firma de un acuerdo de paz equilibrado y este se comienza a ejecutar, la imagen del Presidente mejorará exponencialmente y Santos se habrá ganado, justamente, un importante lugar en la historia de Colombia.