Los días 21, 22 y 23 de junio se llevó a cabo la audiencia de reconocimiento de responsabilidad de las extintas Farc por los secuestros cometidos durante la guerra. En el auditorio de la Biblioteca Virgilio Barco de Bogotá se escucharon los infinitos hechos que caben en la palabra secuestro.
En las facultades de derecho se enseña que el secuestro es un delito contra la libertad individual. En esta audiencia, sin embargo, se comprobó que el secuestro es ante todo un delito contra el amor, pues la ausencia física de una persona querida impide alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo.
Las víctimas, como Vladimiro Bayona, exigen verdad y más verdad. Él no se interesa en conocer los momentos previos al vil asesinato, solo quiere irse de este mundo sabiendo dónde enterró a su hijo y “poder ir a rezarle un Padre nuestro y un Ave María”.
De su relato y el de las personas que valientemente lo acompañaron se puede concluir que siempre hay un dato que falta y que nunca se podrá conocer. Siempre se exige más. Y cuando se logra obtener información y aceptación de responsabilidad, entonces surge otro dilema: ¿Esta vez están diciendo la verdad? ¿Cómo creerles a quienes durante el tiempo del secuestro les dijeron mentiras?
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Según los datos de la JEP fueron identificadas 21.396 víctimas de secuestro entre los años 1993 y 2012. Las finalidades de estos secuestros eran financiar la toma del poder, forzar el intercambio por guerrilleros presos y controlar un territorio mediante el castigo a quienes desobedecían sus órdenes. El número de víctimas es tan alto que a veces se confunden los nombres.
Los victimarios ya están viejos, tienen problemas de salud y no tienen la fuerza para cargar un fusil. Insisten en que pudieron haber tenido más control de los actos que ejecutaban sus subalternos y por eso piden perdón, mil veces perdón. Quienes disparan los fusiles son siempre jóvenes, quienes dan las órdenes suelen ser viejos porque no pueden soportar la intensidad física de un operativo o un combate.
No les alcanzará la vida que resta para pedir perdón a todas las víctimas por sus acciones y omisiones. Sus palabras se repiten en exceso. Fueron hombres de armas todo este tiempo, no estuvieron familiarizados con el perdón. Es la primera vez que algunos de ellos estaban ante un juez. Daban órdenes y eran obedecidos, ellos eran la ley, por eso no saben conmover mediante la palabra. Pueden estar arrepentidos y parecen estarlo, pero algunos no les creen. La paradoja de estar diciendo la verdad y no ser perdonado por falta de credibilidad.
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La dirección de la audiencia estuvo a cargo de la magistrada Julieta Lemaitre Ripoll, quien cumplió su rol durante largas jornadas que se extendieron por más de treinta horas. Voy a detenerme en solo en dos momentos de su trabajo.
Las audiencias iniciaron y terminaron con un minuto de silencio. Algo inusual en los juzgados ordinarios del país. El tercer día la magistrada ordenó que se reunieran las fotos de las víctimas de secuestro y desapariciones forzadas, a fin de proyectarlas en el auditorio, para recordar que “quienes no están, sí están y nos están acompañando”. Mientras, nuevamente se hizo un minuto de silencio. Esto fue un acto de humanidad en medio de un rito judicial.
¿Qué hacer luego de escuchar los atroces testimonios de las víctimas y las palabras de perdón de los victimarios? Antes de terminar la magistrada Lemaitre Ripoll hizo memoria de un poema de Wislawa Szymborska que quizá ofrezca una respuesta a esa pregunta: “Después de cada guerra alguien tiene que limpiar.
Es probable que en esas palabras estén las razones para continuar. Alguien tiene que tomarse la ardua tarea de reconstruir esos puentes y ordenar las cosas para los que vienen. Allí radica la difícil tarea de la JEP y de quienes creemos que se debe seguir edificando los cimientos para una sociedad en paz.
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