A diario, sin falta, las primeras informaciones de radio y televisión de Colombia aluden a actos de violencia, a corrupción y a impunidad: asesinatos de líderes sociales, sicariato, masacres, mujeres atacadas por sus parejas, niños víctimas de abuso sexual y muchas veces asesinados, soldados o policías “retenidos” -es decir, secuestrados-, violencia en los estadios, atentados, amenazas contra periodistas, abogados y columnistas, liberación de incriminados por vencimiento de términos. En fin, hechos de constante y creciente ocurrencia, que nos afectan a todos, pero que, de tanto repetirse, se han venido normalizando, en el seno de una sociedad cuyos miembros miramos esa terrible realidad desde la barrera, mientras no nos toque de manera directa.
En esta columna hemos insistido en la necesidad de una campaña de largo aliento, de formación de las nuevas generaciones -y de toma de conciencia de las actuales-, que comience en los hogares, en las escuelas y colegios, en las iglesias, en las empresas, en los medios de comunicación, en los gobiernos, a nivel nacional, distrital, municipal y local, y en todos y cada uno de nosotros, para educar y para hacer consciente a la sociedad acerca del enorme daño que, como seres humanos, nos están causando la agresividad, la corrupción, la intolerancia y la violencia, que nos están convirtiendo en un conglomerado salvaje, que nada respeta, y en que impera la voluntad del más fuerte, del más vivo o -peor aún- del más cobarde, pero armado.
En lo que atañe a la política gubernamental de paz, mediante la cual el presidente de la República quiere hacer realidad el mandato del artículo 22 de la Constitución –“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”-, vemos, con perplejidad, que los llamados a los procesos respectivos -los líderes de las organizaciones criminales de todas las tendencias- no son claros, y parecen burlarse de la paz, del Ejecutivo y de los colombianos. No son honestos, que, si lo fueran, ya habrían notificado al país acerca de si existe de su parte una mínima voluntad de acuerdo, o si -en definitiva- Colombia está condenada a seguir por siempre en la confrontación armada, el crimen, el narcotráfico y la muerte de muchos compatriotas.
La ciudadanía, por supuesto, quiere la paz -y la paz total-, pero han sido tantos los fracasos, y han sido tantas las equivocaciones y desilusiones, en nuestra historia reciente, que, pese a las buenas intenciones del actual Gobierno, son muchos los que ya no creen, como lo expresaron en estos días numerosos marchantes, tanto gobiernistas como de oposición, y lo vemos reflejado en las redes y en las encuestas.
Organizaciones llamadas a las conversaciones de paz -inclusive las que tienen asiento, frente a los voceros oficiales, cuando está en curso un proceso que se adelanta en México- siguen delinquiendo, no se deciden por un cese al fuego, atacan, matan y secuestran. Si se les está dando la mano, con generosidad y en posición de diálogo -que para algunos resulta demasiado tolerante-, todos nos preguntamos: ¿qué quieren? ¿seguir en la guerra? ¿aprovecharse de la buena voluntad del Gobierno? ¿seguir delinquiendo y destruyendo?
¿Hasta dónde la paciencia del Gobierno?
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