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El perfume inextinguible de Laurita
Para quienes llegar a una estación lejana, es bajarse sin prisa en un puerto presente.
Sábado, 16 de Enero de 2016

Con ocasión del reciente fallecimiento de Laurita Villalobos de Álvarez, vuelvo a publicar esta columna que a ella dedique cuando cumplió ochenta años.

“Hay mujeres para quienes la edad suele detenerse. Mujeres de cincuenta, de sesenta y aún de muchos más, que han logrado perdurar su belleza, sin dejar de lado aquella natural coquetería de que Dios las dotó, desde cuando se asomaron a los quince.

Mujeres, para quienes su cabellera cargada de ceniza, sigue teniendo el aire esplendoroso que enciende su corazón de diez mil sueños, donde cada despertar es un milagro, cargado de perfumes sin nostalgias.

Por ello hay mujeres de más de medio siglo, en quienes se mantiene la noción de la moda, la noción del buen gusto, la exquisitez del trato.

Sus gestos son un reto al trascurso del tiempo, pues han vestido el alma con un traje de vida, bordado con miradas hechas de luz de fuego.  

Son mujeres distintas, olorosas a nuevo, porque conservan siempre la juventud del alma. Son mujeres de ojos que no se desvanecen, porque guardan el brillo del resplandor ardiente.

Para quienes llegar a una estación lejana, es bajarse sin prisa en un puerto presente. Para quienes la noche es una cena de gala y no una curva gris en su luna del tiempo. Para quienes no existen reuniones mundanas, pero si los encuentros que engalanan las horas, sin el ruido de esferas derribando segundos.

Y si no que lo digan la legión de muchachas, que suelen rodearlas para sentir su esencia. Es un algo invisible que llevan sin saberlo y que de oído a oído un rumor van dejando, que se extiende en el ámbito con delirante espera, pues sus labios son cofre donde guardan palabras, que podrían escaparse como elixir del tiempo.

Y quien no ha visto acaso a un muchacho de veinte, derramando a su oído una gota de miel, para endulzar su alma detrás de una respuesta.

Y quien no ha conocido de un discreto mensaje, que contenga la audacia de una hermosa propuesta donde no haya cabida a una joven dispuesta porque entre ésta y ella, un durazno en conserva guarda un néctar más puro que una fresa que empieza a endulzar su corteza sin ninguna experiencia.

A las lindas mujeres que han sabido cuidarse y darle a su belleza una postura digna, donde el cuerpo recoja las bondades del alma, solemos compararlas con estuches de oro de milenaria talla, que al abrirlos contienen el perfume exquisito de su preciosa sabia, que nos hace sentir el deseo infinito de exhalar su fragancia, para quedar por siempre olorosos a eterno, esclavos de su cuerpo.

A mujeres así, divinas aún mas allá de los ochenta años, solo merece cortejarlas Dios, porque son infinitas, como la propia luz de su belleza que no habrá de extinguirse”.

En Laurita, todo irradiaba belleza. De su garganta de cristal, se desprendían las palabras con una sonora tonalidad, que, a veces, sus discursos en la Academia de Historia, parecían una serenata de ensueños, invocando al inmortal Bolívar.

En las dos columnas que me dedico, se observan los trazos de una pluma sin sombras, siempre iluminada de una pureza gramatical y un aire de poesía, que habitualmente solía derramar, como una cascada, sobre el lienzo blanco.

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