Torciéndole el pescuezo al cisne podemos concluir que García Márquez le debe el Nobel de Literatura al ajedrez. Por eso adoradores y adoratrices del jurásico juego estamos celebrando en grande los cuarenta años del premio que recibió en Estocolmo.
El bípedo implume de siempre padece el síndrome del dentífrico que consiste en exprimir las grandes victorias hasta la fatiga. Los colombianos todavía le sacamos brillo y esplendor al 4-4 contra Rusia y al 5-0 contra Argentina. Lo que ha hecho la selección femenina sub-17 de fútbol a pesar de la dirigencia balompédica, nos durará dos eternidades. El Nobel de Literatura ni se diga.
La afirmación de que la cuota inicial del Nobel está en el ajedrez se deduce guaqueando en la obra de don García. El fabulista admite en su autobiografía Vivir para contarla que su primer éxito literario se resume en la frase: “El Belga ya no volverá a jugar ajedrez”. Aludía al suicidio con cianuro del rival de su abuelo.
El Belga reencarnaría en Jeremiah de Saint-Amour en El amor en los tiempos del cólera. El antillano enrocó largo para siempre tomando cianuro de oro. Su médico era Juvenal Urbino, quien a la muerte del antillano, se dedicó a analizar la última partida que su expaciente jugó contra su amante. Luego, como buen médico, Urbino acompañó a su paciente hasta la tumba.
Otro personaje ajedrezado en la vida de don Gabo fue el poeta León de Greiff quien le enseñó los rudimentos del ajedrez en el Café El Automático cuando el de Aracataca se iniciaba en los recovecos de la poesía. (“Jugué con Filidor a los escaques, en escaques soy ducho y en las damas un hache”, se jactaba León, como le decimos sus íntimos).
En El general en su laberinto, Bolívar juega ajedrez para embolatar los desengaños. El fraile Sebastián de Sigüenza se dejaba ganar para subirle la autoestima. También el general O’Leary “en las tardes muertas del Perú”).
Camino del olvido, en Honda, el Libertador movía las piezas en casa del minero inglés Edward Nicholls, su anfitrión. Ese juego de ajedrez lo conserva en urna triclave la familia Nicholls, de Medellín. Bolívar no se entusiasmó mucho con el ajedrez porque prefería “pasiones más intrépidas” pero ordenó promoverlo en las escuelas.
Napoleón jugaba y perdía en el ajedrez. El general Rojas Pinilla no solo lo jugaba sino que ordenó que se promocionara por televisión. Fausto Cabrera, padre de Sergio, nuestro nuevo hombre en Pekín, era el director del programa. Para no desairar al César, Fausto también se dejaba ganar. El anfitrión siempre tiene la razón.
En Noticia de un secuestro Gabo cuenta que el ajedrez les ayudaba a los secuestrados por los narcos a suavizar el infame encierro. Y a idear caminos de libertad mientras movían las piezas. Sin confirmar sí lo digo: gracias al ajedrez, “habemus” Nobel de literatura.