La vida es una ilusión pasajera, un sueño, una sombra temporal, un asomo de inspiración para descubrir y tejer ese hilo secreto de la historia que se extiende sereno al infinito, con esa armonía que sólo tiene la libertad.

Y, el azar, es un fragmento rebelde que se desprende de la esencia del tiempo, algo así como una fuga de misterios que nos enseña a esperar, con valentía y dignidad, directrices sorpresivas para nuestro porvenir.

El azar es pasado mañana (con la tregua de mañana) y sólo nos concede el brevísimo fragmento de hoy, para sellar nuestro compromiso con la excelencia, en un reto que debemos mantener siempre vigente.

Lo que disgusta al destino -y por eso se vuelve cruel- es el facilismo de sentirnos mártires de las casualidades que, aparentemente, nos impiden ejercer el deber de luchar, íntimamente, por los ideales.

Por eso se convierte en verdugo, con el nombre de suerte y, de tanto hacerlo culpable, su venganza es hacernos volubles y frágiles para ceder, mansamente, ante la primera condición de riesgo que nos presenta.

Un colosal aburrimiento nos invadiría sin la aventura de la incertidumbre, que nos alienta a buscar la estricta relación de los eslabones que hay entre la sabiduría y el asombro, escondidos en los pliegues del alma.

La red del azar no es tan casual y puede ser destejida para tupirla nuevamente, si dejamos de culpar al pasado y renovamos las emociones con el homenaje racional de ir, paso a paso, hacia las causas y no a los efectos.

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