Mis semanas santas de piernipeludo carecían del tufillo turístico que se vive en tiempos de Coronavirus I. A rezar llaman, era la consigna impuesta por el alto mando doméstico.
El menú semanasantero incluía estrenar de pie a cabeza el Jueves, y domar zapatos en la procesión del Viernes Santo, ganando la cuesta frente a la Casa Museo del maestro Pedro Nel Gómez rumbo a la parroquia de San Cayetano.
Allí quedábamos por cuenta del padre Barrientos, un orador sagrado que hacía pecar a las mujeres con las ganas. Barrientos nos castigaba con conmovedoras e interminables siete palabras.
Esas semanas santas arrancaban con un pecado mortal ecológico consistente en batir palmas al paso de Jesús el Domingo de Ramos. El despropósito contaba con el “nihil obstat” de la jerarquía.
Los ramos iban a dar debajo del colchón, banco de pedal de las familias. Cuando había tempestad, se quemaba el ramo. La tempestad no se aplacaba pero se hacía el mandado.
El niño que era este aplastateclas cometía otro pecadillo de leso voyerismo que nunca confesé por pena: espiaba por debajo de las túnicas de los santos de palo de las procesiones a ver si tenían los mismos jardines colgantes de mi babilonia sexual. Me decepcionó constatar que estábamos hechos de distinto material.
En ese banco donde vivían en “punible ayuntamiento” ramos y monedas de ínfima denominación, encontrábamos cómo financiar los matinales dobles de domingo desde la aristocracia de gallinero.
Juntábamos pecadillos de menor de cuantía para encartar con ellos al párroco que nos afrijolaba la respectiva penitencia. Ignoro si las cosas han cambiado. Eran infracciones que no daban para diez segundos de purgatorio pero tocaba arrepentirse a pesar de que el pecado “es lo que hace al hombre interesante”. Aunque Dios perdona, es su oficio, según leí por ahí. Rotaba a mis confesores para no aburrirlos con la misma monótona retahíla.
Semana Santa incluía un menú que bajaba las defensas: un pescado que ponían a secar al sol. Olía tan maluco que provocaba dudar de la existencia de Dios, del viento, de todo.
Lo sometían a un proceso de desalinización pero ni así lograba encarretar mis proletarias papilas gustativas. También servían sardinas bañadas en salsa de tomate. Comida se le da, ganas no, era la advertencia materna.
Mi pobre afición por el pescado se remonta a la infancia, esa época dorada en la que todos somos inmortales. Tampoco me desvela el agua, sobre todo la de mar, que me pueden dar en plata, como la reencarnación.
En Semana Santa rezábamos hasta agotar existencias. Sospecho que más que a quererlo, nos enseñaban a temer a Dios. El Dios chévere, como de amigo fiel que nos sirve de fiador, lo descubrí en el famoso texto del filósofo Barjuch Spinoza. Me relajé. (Este año reincidiré en alguna procesión, pero sin incurrir en prácticas voyeristas).