Cincuenta y cuatro años después de ir al Palomar me encontré con uno de los amigos que pude cultivar en el elevado y tradicional barrio de nuestra ciudad. Aunque los sábados acompañaba a mi mamá a la capilla de la Torcoroma, que para mí era un pretexto, porque lo que me interesaba era ir después donde la tía Otilia a montar en el triciclo del primo Emiro y transitar por la empedrada calle.
Cuando vi a Javier Muñoz Benavides y lo invité a tomar un café en una céntrica heladería, recordé la tarde del 25 de diciembre de 1965, en la que con mi hermana Magaly volví a dicho barrio a llevarle buñuelos y conserva a la querida familiar.
En un pequeño patio y cerca de la casa de la tía, el primo estaba con varios de sus amigos intentando imitar a los conjunto vallenatos que estaban de moda localmente, Los Playoneros, con una tamborina, maracas y guacharaca.
A Javier y Emiro los acompañaban Orlando y Balmiro, quienes se convirtieron en mis amigos y yo entré como vocalista del incipiente grupo musical. En el atardecer me despedí de los familiares y los nuevos ‘panas’ y a partir del día siguiente me olvidé de los compañeros de infancia de mi barrio La Piñuela.
En el centro del barrio se aglomeraban muchas personas, adultos, niños y las muchachitas que empezaban a ensayar su coquetería, a escuchar y aplaudir al novedoso conjunto reforzado con el acordeón que prestaba el profesor Víctor Romero, padre de Balmiro y de la jovencita que provocó las primeras palpitaciones románticas en mi corazón.
El instrumento de origen austriaco era ejecutado por el larguilucho Javier y pareciera que solo tenía los bajos porque los pitos nunca se escucharon. El repertorio era muy limitado, solo incluía “La negra Celina”(Cristóbal Pérez), “Rosa María”(Los Monligts),”La banda borracha” (Los playoneros del Cesar), “Acordeón pitador” (Lisandro Meza) y “La Garra” (Armando Zabaleta).
Mi primo era el cajero y corista, Orlando y Balmiro, guacharaqueros y maraqueros, y este servidor el cantante estrella, que en ese entonces era vistoso por el color amarillo intenso del cabello y quien no le entendió a una muchacha sus halagos al afirmar que tenía una voz muy romántica, piropo que lo confundí con una ofensa.
El único baile o ‘concierto’ que amenizamos fue en la casa de la amiga Any y fueron muy pocos los bailadores que acudieron, solo recogimos treinta y cinco centavos, que no recuerdo como los gastamos o distribuimos.
Un año después, volvimos como `patos` al baile de nochebuena y casi que desplazamos a los adultos, las canciones que se escuchaban en repetidas ocasiones fueron “La colegiala” de Julio de la Ossa y “De flor en flor”, de Colacho Mendoza. Mi pareja y `Julieta`, en un acto de inocencia, a través de una de sus amigas ,, me solicitó que no la apretara mucho.
Mientras nosotros acaparábamos la sala de la casa, hasta que el dueño decidió desalojarnos, una bebita de pocos días de nacida era amamantada y quizás lloraba por la bulla que generaba la fiesta, muchos años después, ella se convertiría en mi esposa y madre de mis hijos María del Mar y Nahún Alejandro.
La señora de la casa, doña Elara, más tarde mi querida suegra, era la peluquera del barrio y una gran charladora con los `pegotes` que entraban a la adolescencia y que compartían con ella las primeras experiencias románticas.
Muchas de las personas mayores le hacían barra a los romances que surgían entre nosotros y también había algunos amargados que los recriminaban: “apenas se quitaron los pañales y se atreven a tener novias…”.
A mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, el Palomar era muy frecuentado por los jóvenes y adolescentes de otros barrios, por el ambiente fiestero y por las muchachas bonitas, en las que sobresalían Maritza Álvarez y Janeth Muñoz.
Muy pocas de las familias siguen en ese sector antiguo y encumbrado, la destartalada calle principal se observa invadida de soledad y abandono. En ella se concentran las huellas del hermoso pasado que incitan a las remembranzas y la nostalgia.
Todos los papás y mamás de los amigos se fueron de este mundo, de ellos nadie vive en el barrio, Emiro y Orlando están asentados en Medellín, Balmiro, en Bogotá y en esta ciudad, Javier y yo.
AGREGADO: Lamento y repudio la muerte violenta del joven becerrilero Kevin Rojas Rubio, quien fue mi alumno de Radio en el primer semestre de este año en la UFPSO.