Son incontables los poemas y canciones dedicados a la amistad. Son pocos los amigos que logran sostener una relación sincera y leal. Son muchas las decepciones y frustraciones que malogran el cariño y las confidencias entre dos o más personas.
Dentro de la degradación social y moral a las que estamos sometidos frecuentemente, es difícil mantener amigos y amigas. La distancia física, el paso del tiempo, las ocupaciones laborales, las obligaciones familiares y hasta el cambio de ver la vida, son amenazas constantes y latentes.
Sin embargo, hay casos que valen la pena reseñar y disfrutar, y que han “sobrevivido” a las circunstancias y contingencias reseñadas.
En el barrio El Palomar, en una zona relativamente central y antigua de la ciudad, surgió un pequeño grupo de amigos, que se fue decantando y fortaleciendo. Como es normal en la adolescencia, los partidos de fútbol en las calles, la conformación de conjuntos musicales y las primeras manifestaciones amorosas, se tornaron en los intereses comunes entre los muchachos.
Entre las décadas de los sesenta y setenta, en vacaciones o en las labores escolares y colegiales, el tema de las “julietas” primaba sobre las tareas y previas , lo mismo que sobre los juegos propios de la época, cuando no se contaba con la adicción a los celulares y las redes sociales.
Del “combo” que integré inicialmente, cantando la Negra Celina, La Banda Borracha, y no se que otra canción tropical de moda, solo quedamos mi primo Emiro y mi amigo Nando.
De manera paulatina fuimos dejando atrás la pubertad y en el colegio Caro empezamos a darle la bienvenida a la juventud con muchos romances frustrados y en el que cada uno oficiábamos como consejeros sentimentales. De un barrio diferente y distante, Pedro se sumó al grupo.
Los éxitos y fracasos en los noviazgos los celebrábamos o lamentábamos con los tragos furtivos de aguardiente, en la mayoría de los casos con “tres brincos”, lo que hoy se conoce como “bolegancho”.
Las serenatas, con mi voz y las guitarras de Emiro y varios de sus compañeros, servían para constatar el amor que profesábamos o para ablandar el corazón de nuestras “dulcineas”.
La culminación del bachillerato nos dispersó y los tres se marcharon a Medellín a estudiar en la Universidad de Antioquia, mientras que yo me quedé trabajando de maestro en la antigua anexa a la desaparecida Normal.
Mientras que Emiro se graduó de médico, Nando y Pedro promediaban sus carreras de biólogos, y soportaban las consecuencias de los paros, me decidí a renunciar al magisterio y emprender mi formación como comunicador social –periodista en la UPB.
Convertidos en profesionales y padres de familia, Emiro y Orlando se quedaron en la “Capital de la Montaña” , mientras que Pedro y yo, optamos por regresar y asentarnos en nuestra tierra.
No obstante que no es la primera vez que nos reencontramos, hace poco viajé a la “Bella Villa” y Orlando me brindó la oportunidad de repasar durante dos días los cambios que han sufrido nuestras vidas.
Aprovechando la invitación que Emiro nos hizo a un almuerzo, comentamos sobre temas actuales de Ocaña y Medellín y repasamos episodios memorables compartidos en las dos ciudades.
Con muchos kilos demás y con la inevitable proximidad de las canas, nos deleitamos con las evocaciones de los tiempos idos, ignorando los impases que algunas veces nos aislaron, y preparándonos para escuchar la canción de Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va”.