Vivo con la certeza irrebatible de que uno de los mayores obstáculos que encuentran los lectores jóvenes durante sus primeros coqueteos con el vicio de la lectura radica en la insondable desolación que genera el no saber por dónde empezar. La literatura, por definición, es un océano de incalculables proporciones que no solo abarca países distintos, sino también épocas alternativas y temáticas variopintas, todo un cuerpo de letras con múltiples dimensiones en el cual a algunos les enseñan a nadar con un empujón y desprovistos de salvavidas. Son muchos a quienes, durante la etapa clave de la adolescencia, les ahogaron sus ganas de leer con un libro mal elegido o les abandonaron a su agobio, sin el resplandor de un faro como guía.
Por ello, con el fin de evitar que futuras camadas de lectores se acumulen como generaciones perdidas en las profundidades abisales de la literatura, las cátedras de lengua castellana en los colegios deben convertirse en prácticas escuelas de navegación donde los estudiantes tengan la oportunidad de experimentar un viaje a través de distintas clases de textos, ubicándoles con brújula en el mapa de la producción literaria del mundo, para que luego, por su propia cuenta, se embarquen en la aventura que más les haga ilusión. La creación del hábito lector debe ser el propósito supremo de cualquier clase de español.
¿Y cómo se logra esto? Bueno, lo primero es dejar atrás el anquilosado modelo del libro semestral que todos en algún momento debimos leer. Amarrar la educación literaria a un único título, elegido en ocasiones por convenios comerciales con editoriales, es limitar el espectro del aprendiz a una única fuente que rara vez se recuerda con gratitud y, por el contrario, ayuda a cimentar la frustración lectora. En su lugar, propongo el modelo de una tienda de dulces en la que haya una gran variedad de sabores y que, por medio de capítulos cortos o extractos cuidadosamente elegidos, se construya una cata de calidad que incluya autores de cada continente con las características propias de éstos.
Colombia tendría un papel relevante. Claramente, hay que leer a García Márquez casi como un deber patriótico, pero también debemos abrir nuestras aulas a letras extranjeras que nos narren el paseo de unos enamorados por París, la búsqueda de un criminal en Suecia, las peripecias de los miembros de una tribu en Kenia, las reflexiones de un campesino en China, la esperanza silenciosa de una niña en Siria, la crónica de un viaje de carretera por los Estados Unidos y hasta las aventuras de un niño mago en Inglaterra. A través de un par de páginas podrían cubrirse varias familias de narrativa novelesca y dar pinceladas a la poesía, el periodismo e incluso el teatro.
Tras haber degustado un menú tan amplio, nuestros estudiantes entenderán que las alternativas en una librería son infinitas y, muy seguramente, con un sabor favorito en mente, comenzarán su recorrido íntimo por las estanterías, agradeciendo eternamente la clase de literatura que les enseñó a flotar y chapotear en aquel inmenso océano.