Alguna vez escribí, hace ya varios años, que las mujeres se nos estaban metiendo al rancho de los hombres, es decir, que se estaban apropiando de campos que antes solamente estaban reservados a los varones. Y daba mi voz de alerta a la humanidad masculina. Algo había qué hacer antes de que fuera demasiado tarde.
Pero mi voz solitaria no tuvo eco. Fui “la voz del que clama en el desierto”, para usar una expresión bíblica; nadie me paró bolas, para usar una expresión popular, y las consecuencias llegaron.
Poco a poco, con nadadito de perro, las mujeres se fueron metiendo, repartiendo sonrisas y dulzura –que en eso son duchas- en universidades, en la política, en gerencias, en cargos directivos, en actividades deportivas y hasta en la misma iglesia.
En mi época juvenil –y tampoco es que yo sea tan viejo- había actividades completamente masculinas, como darle pata a un balón, montar en bicicleta, repartir la sagrada comunión y enamorar mujeres. De pronto todo cambió. De pegar botones y zurcir remiendos dieron el salto a gerenciar bancos y trasnacionales. De la cocina brincaron, sin dárseles nada, a las sacristías y los altares, a compartir con obispos y ministros del Altísimo, el sagrado oficio de administrar los sacramentos. De cambiar pañales saltaron a las canchas, a disputarles, tú a tú, los campeonatos a los hombres.
Cuando nos dimos cuenta, había mujeres en la plaza pública, echando discursos veintejulieros, con parado de hombres y voz de tribunos, convocando a las gentes a la calle, a las urnas, a la manifestación, a lo que fuera.
Cuando abrimos los ojos, había mujeres policías, mujeres en el Ejército, mujeres en los servicios secretos y de inteligencia.
Un día amanecimos con la seguridad, la seguridad de la patria, en manos de aquellas de quienes alguna vez dijimos que constituían el sexo débil.
Peor aún. Desde los tiempos de Adán y Eva, se sabía que la mujer era la pareja natural del hombre, igual que los animales: el toro con la vaca, el caballo con la yegua, el gato con la gata. Los tiempos cambiaron. Y a pesar de que no se ha visto a un toro con otro toro, o una yegua con otra yegua, entre los humanos sí se generalizó la costumbre de dos hombres o dos mujeres formalizar su hogar. ¿Habrase visto?
Pero en fin, allá ellos y ellas. Yo en eso ni lo meto ni lo saco. Me limito a dejar constancia.
En el deporte las féminas no se quedaron atrás.
No solamente aprendieron a jugar y a jugar bien, sino que muchas veces lo hacen mejor que los hombres. Para la muestra un reciente botón: Hace poco, una selección colombiana de fútbol femenino llegó hasta la final de un campeonato mundial, cosa que los hombres no han podido lograr.
Hoy en día, hay mujeres boxeadoras, mujeres luchadoras, mujeres peleadoras, mujeres pegadoras. A lo mero macho, las mujeres se defienden como toros en todos los campos, y simultáneamente, los hombres se ponen el delantal para lavar platos y se queman las manos cocinando para sus mujeres.
Está comenzando por estos días la Copa Mundial de fútbol masculino, y como casi siempre sucede, nuestra Selección quedó por fuera en las mismas eliminatorias. Si la cosa fuera con mujeres, seguro que estaríamos en Catar, con nuestra tricolor ondeando en los estadios.
Gabriel García Márquez dijo en alguna oportunidad que el mundo será mejor el día que lo gobiernen las mujeres. Ojalá sea cierto.
Me gustaría ver a Francia Márquez gobernando nuestro país. Y todos viviendo sabroso, como ella lo dijo.
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