Aprender a vivir es una absoluta bendición. Pero cuesta años, grandes experiencias y una secuencia larga de decepciones las cuales, en hecho contradictorio y cierto, son los fundamentos de la felicidad.

Uno debe volverse experto en cazar decepciones y, sobretodo, sentir que tiene el  poder para olvidarlas y transformarlas, después de decantar el secreto de sus lecciones, para que sus ojos se limpien de esa telaraña que empaña el horizonte tranquilo de la esperanza: es que enseñan y generan las más altas condiciones de madurez para ir hacia el destino con la hidalguía inscrita en los sueños.

Pero hasta cuando no se convence de que no se justifican las frivolidades que se viven y, lo más importante, que ha hecho todo sólo para complacer a los demás, no halla el camino cierto de la finalidad de su propia existencia.

Ojalá uno pudiera aprender más temprano; pero, como no lo hizo, debe trasmitirlo a sus hijos quienes en realidad y, salvo excepciones, son los directos compromisos del ser humano en la vida, por quienes hay que luchar, denodadamente, y dejarles un sendero abierto a la luz.

Lo lamentable de educarse en las decepciones es que al final, cuando se asimilan, las condiciones corporales están mermadas. Sin embargo, si se ha construido un fundamento espiritual sólido, la vida otoñal se fortalece con la rotunda proyección que desde el alma se da a la grandeza de ese andar último. Entonces se encuentra apertrechado de un infinito íntimo que lo hace apreciar aquella confidencia del tiempo que se llama muerte, con la valentía de saber que el aliento de la eternidad se posa en la tarde.

(No se deben afectar, nunca, las ilusiones; lo contrario y, otra vez contradictoriamente, significan la placidez de seleccionar los nuevos rumbos, aquilatados de ese nutrimento que dan las cosas cuando emergen de las ruinas, una vez despojadas de tanta basura).