Hace tres meses murió Alfredo. Yo he visto pocas veces la verdadera amistad en mi camino y si pudiera describirla diría que tenía la cara de Alfredo.
No era para menos, nos conocimos desde la infancia, cuando éramos aún párvulos en primero de bachillerato en el patio de los pequeños del Seminario Menor de Pamplona.
Y como en todo grupo gregario, dentro del patio de los pequeños se conformaban “galladitas”, que generalmente expresaban sus hobbies en las salidas fuera del claustro los miércoles, los sábados y los domingos, que nos llevaban a frecuentar los estadios de futbol del Provincial, del Batallón García Rovira o de la Escuela Normal del Padre Uribe.
O los mismos días en caminatas fuertes por el camino de los garabatos hasta Fontibón, o escalando el cerro de la Cruz, o explorando el cerro del “buque” camino del Arenal, donde hacían “terreno” los soldados del coronel Santacruz.
Sí, desde entonces éramos amigos, sobre todo unidos por la afinidad común de la lectura, adquirida en esa formación humanística casi militar del seminario, que comenzaba con el estudio del latín y de la historia romana, con declinaciones y conjugación de verbos regulares e irregulares, con traducciones elementales del aepitome y del De virus Ilustribus, con aprendizaje del análisis lógico y el gramatical y lecturas, muchas, muchísimas lecturas.
Alfredo era el lector más voraz y más discreto que haya conocido. Para conocer la dimensión de su cultura, solo bastaba un pretexto y comenzaba a dejar ver su erudición.
Pero obviamente esta faceta solo la conocíamos muy pocos de sus amigos, en esta aridez intelectual en que se desvanece la región.
Esa afición por la lectura se inoculaba en el seminario, comenzando por la que hacía en voz alta uno de los estudiantes en el comedor a la hora de almorzar, cuando nos juntaban a los del patio de los grandes y a los del de los pequeños.
Para nosotros era un banquete la lectura de los libros de Julio Verne; 20 mil leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la tierra, Un capitán de quince años, De la tierra a la luna, La vuelta al mundo en ochenta días y toda la ficción del francés que Alfredo ya mucho antes había leído.
O las obras de aventura de piratas de Emilio Salgari que Alfredo había leído con mucha anterioridad, y que al terminar la lectura del comedor, nos descrestaba con lo que sucedía y con los desenlaces.
Todos los libros de corsarios en todos los colores, el negro, el verde, el hijo del Corsario Negro, Yolanda, en fin, eran tantos, pues Salgari escribía cada seis meses un libro, algo así como Marcial La fuente Estefanía el escritor de libros de vaqueros del Oeste Americano.
Solo nos veíamos en vacaciones, cada que regresábamos de la universidad. Fue él quien me presentó una gringuita de los Cuerpos de Paz: María K. Ennis que luego fue a Lourdes a cumplir su misión. A mi regreso definitivo a esta tierra de Dios, ya Alfredo comenzaba a vinculase a la radio y esa fue su vida, y en ese ejercicio lo sorprendió la muerte, con sus agendas doradas, sus informativos, su agenda lora, sus amigos de siempre escasos, pero buenos amigos.
Fue el hombre y amigo más independiente que he conocido, respetaba las opiniones y convicciones de los demás, pero las suyas las defendía a ultranza, no hacía concesiones. Últimamente leía y discutía conmigo la obra de Mario Vargas Llosa, pues admiraba el rigorismo investigativo del peruano y con ocasión de “La civilización del espectáculo, tuvimos una verdadera reyerta en la sala de mi casa.
Vertical y terco, inmóvil sobre sí mismo, mantenía obstinadamente sus opiniones. Era un amigo de carácter. Paz a su tumba.