Su padre y tocayo, Jorge Villamil, le dio trabajo como recolector de café a Pedro Antonio Marín quien después operaría bajo la razón social de “Tirofijo”, mandacallar de las Farc. Corrían los años cincuenta en la hacienda El Cedral, en el Huila.
Después, como gestor de paz bajo los gobiernos de Lleras Camargo y Guillermo León Valencia, el compositor de 173 canciones, Jorge Villamil, el autor más interpretado dentro y fuera del país, volvió a encontrarse con el antiguo subalterno de su taita.
De su vocación pacifista dan fe canciones como El Barcino y Cantemos a la paz.
Médico a la fuerza por mandato paterno, Villamil componía silbando. En el camino iba incorporando la letra. Y “habemus” melodías.
Los nostálgicos que levitan oyendo sus bambucos, sanjuaneros, rajaleñas, cañas, danzas, guabinas, pasillos, valses, boleros, porros, cumbias, joropos y calipsos, deben alistar la lágrima para recordar al maestro Villamil en su 90º cumpleaños más allá del sol (los cumple el 6 de junio).
Sus paisanos Rosario Fernández y Vicente Silva Vargas, este último autor del reeditado libro “Las huellas de Villamil”, suelen recordarnos el legado del opita universal al lado de José Eustasio Rivera.
Ni los expresidentes le han dado tanto lustre al Huila, sostiene Vicente, Don Viso, en sus mocedades, activista de la izquierda rezandera de Garzón, su terruño.
El padre del “analfabeta musical”, como solía autoproclamarse Villamil, visitó a Medellín en 1927 cuando ayudó a crear la Federación de Cafeteros. Luego regresó a opitilandia por entre las fondas del camino.
Conocí a Jorge Villamil en una remota velada en la Casa de Antioquia que dirigía Javier Aristizábal Villa, Galileo.
Los compositores encabezados por José Barros, Héctor Ochoa y Villamil, daban las gracias a la bancada antioqueña por un proyecto de ley que mejoraba tímidamente los derechos de autor. En primera fila desafinaban Jorge Valencia Jaramillo, Daniel Villegas, Armando Estrada, Hernán Echeverri Coronado.
A la par que les cantaban la tabla a los productores de discos, los autores interpretaban sus mejores obras. Y encimaban el origen de las mismas.
Abrió plaza con La Piragua y Pesares, José Barros, quien vivió tres años en una pensión de Guayaquil, en Medellín, donde compuso todos sus tangos, grabados luego en Argentina. Fue minero de pico y pala en Segovia. Palabra de Ochoa. Hacía años Barros no cantaba. Lo hizo por deferencia con los parlamentarios.
Villamil, de cáustico humor, aseguró que Dios no da las cosas completas pues a él lo hizo compositor pero le negó la voz. Tenía razón y le sobraba para componer más canciones. Así y todo, castigó al respetable con las clásicas Llamarada y El Barcino, y Santafé de Bogotá, “la de todos”, como en el verso de Pombo.
Contó que Llamarada la compuso a raíz de una fiesta organizada por una pareja para celebrar la separación. Sí, separación. No todos se divorcian dando portazos.
Se divorciaron por arcaicos asuntos de cuernos: inicialmente, el marido, basquetbolista famoso, fue pillado por su mujer con las manos en la masa de su hermana. A la dama la extraditaron a Alemania, y a su hermana engañada la obligaron a seguir al pie del infiel.
Con el tiempo fue él quien sorprendió a su costilla poniéndole los cachos. Como el hombre perdona todo, menos la infidelidad ajena, se abrieron. Villamil, Garzón y Collazos y Silva y Villalba, amenizaron ese adiós.
La amada infiel fue comisionada por su ex para recoger a Villamil y llevarlo a la fiesta. Aquí hay una novela pendiente. Será Don Viso el que la escriba.
El maestro Héctor Ochoa, responsable del despelote musical en la casa de Antioquia, el único de ese terceto que felizmente sigue asombrando, también les cascó esa noche a las disqueras. El hijo del maestro Eusebio Ochoa, quien nunca supo de derechos de autor, dijo que por culpa de los empresarios de discos los autores padecen una “santificante pobreza”.
La manifestación artístico-etílico-parlamentaria se disolvió pacíficamente, informó la policía.