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A propósito de las travesuras del viento
Un declarado lector de mi columna me detiene en la calle. Al voltear a mirar reconozco en su rostro al incisivo interrogador. Unos minutos bastaron para que me sometiera a indagatoria, a pleno sol y recostado al antiguo edificio del Banco de la República.
Sábado, 23 de Febrero de 2013
Un declarado lector de mi columna me detiene en la calle. Al voltear a mirar reconozco en su rostro al incisivo interrogador. Unos minutos bastaron para que me sometiera a indagatoria, a pleno sol y recostado al antiguo edificio del Banco de la República.

Usted el otro día me dejó loco, me dice a quemarropa. ¿Cuál es la razón?, le respondo al instante. ¿Todavía me lo pregunta?  ¿Acaso no se imagina que me estoy refiriendo al artículo que, hace unos meses, escribió sobre el viento? No tengo por qué imaginarlo y no veo la razón para que haya levantado tanta hojarasca, le respondí al segundo.

Ahora sí que me va a enloquecer, me dice agitando las manos, como si la respuesta esperada pudiera tener el efecto de un bálsamo. Tranquilícese, nada hay de misterioso en esa nota, simplemente que a ratos me da la ventolera de escribir sobre el viento.

Acabo de quedar patidifuso, me responde, mientras un aire de angustia empieza a convulsionar su rostro. ¿Por favor, a cuál rabo se refiere en su columna? ¿Usted no ha elevado, alguna vez, una cometa? ¿O es que pretende elevar su imaginación, mas allá de todo propósito previsible? Un rabo de cometa es simplemente eso, lo demás es bajarse los pantalones para mostrar el trasero y mal podría elevarse una cometa con tamaño peso.

Pero es que usted habla de que el viento desnudó a una señora que no llevaba consigo ninguna careta. ¿Acaso no estaría estableciendo diferencias con quienes suelen cubrirse, para no dejar filtrar sus debilidades y frustraciones?. De ninguna manera, mi propósito fue mostrar, armado de cierta dosis de humor, toda la picardía desplegada por una graciosa ventolera, que resolvió mostrarle a los vendedores ambulantes, en el Parque de Santander, la cara alegre de un rostro desagradable.

¿Pero es que, también , habla de ciertas señoras a quienes, por falta de atributos, el viento no se atrevería a levantarles la falda?.  ¿No se estará refiriendo a ciertos personajes, que por no estar en condiciones de elevar su propia cometa de colores, ponen a funcionar la sutileza de su malévola habilidad, para tratar de colgarle arandelas a ciertas frustraciones insaboras?.  Definitivamente, el rabo de su imaginación no tiene límite, le respondí, no fue ese mi propósito. Apenas pretendí resaltar el buen gusto del viento por las piernas esculturalmente torneadas y las caderas provocativas. En cuanto a mi cometa, al contrario de otros personajes, siempre la elevo al medio día, a pleno sol y en presencia de todos, sin ambages.

Pero para que no siga siendo víctima de su imaginación y termine volviéndose loco, le voy a dar un consejo. Trasládese a la Columna de Padilla y recuéstese, a las tres de la tarde, en una de sus gradas. Cierre sus ojos y concentre sus oídos, como si estuviera esperando la revelación de un secreto. Entonces empezará a escuchar la conversación del viento, lo sentirá dialogando con las hojas de los árboles, con los techos de zinc de las casas del vecindario, con los cuchicheos de  murmullos que vienen de las oficinas públicas, de los consorcios privados, de los recintos académicos, de los zaguanes ocultos y de algunos aposentos divertinos. Al minuto empezará a descifrar los fragmentos de voces lejanas que se mezclan con las palabras propias de la brisa.

Al final, no habrá necesidad de hacerme otra pregunta. Habrá comprendido la tragedia humana, la deslealtad que anida en los increíbles personajes disfrazados de señores, y sin necesidad de abrir los ojos, intuirá el distorsionado vidrio de su espejo.
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