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La historia del anciano que burló a la guerrilla para desenterrar a su hijo
El anciano traía en la espalda un saco de lona en cuyo interior venían los restos mortales de su hijo, que tuvo que desenterrar con sus propias manos de una fosa común en el Catatumbo
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Eduardo Bautista
Eduardo Bautista
Jueves, 25 de Agosto de 2022

 

El viejito llegó muy temprano y debió esperar a que el empleado de la morgue iniciara su turno de trabajo para hacer la diligencia que lo trajo hasta el Hospital Universitario Erasmo Meoz.


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Los que lo vieron llegar ya tenían un buen rato de estar allí, entre ellos algunos familiares de personas asesinadas la noche anterior que venían a reclamar los cuerpos y uno que otro periodista en busca de la noticia que sirviera para abrir la página judicial al día siguiente.

Les causó curiosidad su paso lento, casi ceremonioso, demorándose más de lo debido desde la entrada al centro asistencial hasta el fondo del edificio donde estaba la nevera, a la que iban a parar  todos los que pasaban a ‘mejor vida’, fuera de muerte natural, en accidente de tránsito o plomo, que era lo que más llegaba por esos días de tanta violencia.

Sin embargo, más que su andar pausado, llamó la atención un saco blanco de lona que traía a sus espaldas que parecía al hombre inmortalizado en la imagen de la emulsión de Scott con un enorme bacalao a cuestas.

Al terminar el recorrido de no más de 50 metros descargó el atado en el sardinel justo al frente de la puerta metálica del anfiteatro,  sacando un pañuelo del bolsillo para limpiarse el sudor de la frente al tiempo que se sentaba a descansar.
 

imponente selva del Catatumbo

 

El profundo silencio y el cansancio que mostraba su rostro llevó a pensar a los allí presentes que quizás el recién llegado necesitaba asistencia médica y le indicaron que el servicio de urgencia quedaba justo al lado, pero negó con la cabeza y dijo que su mal no era del cuerpo sino del alma.


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Luego uno de los periodista le preguntó por el contenido del costal y el viejo le soltó que en el interior venía parte de su vida, porque allí estaba la osamenta de su hijo que él con sus propias manos desenterró en un paraje selvático en el Catatumbo.

Llevar sus restos hasta la morgue era lo que seguía para que las autoridades judiciales hicieran el levantamiento de ley, Medicina Legal practicara la prueba de ADN, confirmara que efectivamente era su hijo y se los devolviera para darle sepultura en suelo santo, según el propósito que lo mantenía con vida, porque los asesinos al acribillar a su primogénito también le dispararon a él al corazón. 

La espiral de violencia lo alcanzó muchos meses atrás, el día que su hijo tuvo el infortunio de toparse con hombres armados que lo bajaron de la canoa con la que transportaba pasajeros a uno y otro lado de la frontera entre Colombia y Venezuela, en Río de Oro, en lo intrincado del Catatumbo.

La simple sospecha de ser un informante fue suficiente para que, al parecer la guerrilla, lo ejecutara y enterrara en una fosa común en medio de la manigua con el cielo como único testigo.

Luego fue el viacrucis por la prohibición expresa de los guerrilleros para ingresar a la zona y más de desenterrar el cuerpo de quien consideraban un enemigo. 

Los diferentes intentos por llegar al punto donde le dijeron que estaba el cadáver fueron infructuosos y las veces que intentó ingresar lo devolvieron con la advertencia de que iba a correr la misma suerte.

La verdad que a sus 70 años eso poco le importaba, pero el amor de padre lo mantuvo firme en la idea de dignificar su memoria y la convicción que la justicia divina iba a prevalecer. Sabía que él, quien murió muy joven, nunca se metió en problemas, no fue ningún delator y esa era su lucha. 


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Le habían contado que al hijo lo enterraron en una bola de monte en una finca de la vereda Caño Tomás, muy cerca de la frontera, pero los guerrilleros operaban en esos parajes, por lo que tuvo que esperar un tiempo prudencial para que las cosas se calmaran un poco.

Nunca olvidó sin embargo que su cuerpo yacía lejos de casa y cuando tuvo la oportunidad viajó al estado Zulia en Venezuela y desde allí pasó la frontera hasta Caño Tomás, en su desenfreno por rescatarlo del purgatorio en que se encontraba. 

El 20 de agosto de 2004 logró desenterrar los restos de su hijo, los empacó en una bolsa plástica y emprendió el regreso, también por suelo venezolano hasta llegar a Cúcuta al día siguiente.

Ese día era domingo por lo que después de mucho tiempo su hijo volvió a pasar la noche en casa, siendo nuevamente su compañía, llenando un inmenso vacío y trayendo un poco de consuelo a su alma adolorida.

El lunes madrugó a pesar del cansancio acumulado y después de preparar y tomar unos sorbos de café volvió a salir con el atado de huesos, procurando esta vez, además de la bolsa plástica, meterlos en el saco de lona para hacer más digno ese proceso.

La noticia fue publicada  el martes 24 de agosto de 2004 en la página judicial del diario La Opinión, hace 18 años. Hoy tal vez el valeroso viejito esté reunido con su hijo el canoero en la eternidad, recordando seguramente aquel día que burlaron el cerco guerrillero para volver a estar juntos y ya nunca separarse.

 

Imagen eliminada.

 

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