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Colombia
Un puerto colombiano, dos bandas: la guerra urbana que dividió a Buenaventura
Con casi 320.000 habitantes, la mayoría afro, la ciudad está bajo el yugo de Shottas y Espartanos.
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AFP
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Viernes, 23 de Septiembre de 2022

Una feroz disputa territorial con población aterrorizada y sangre joven de por medio: dos bandas avanzan sobre Buenaventura, el principal puerto colombiano en el Pacífico, con el combustible de las drogas y la extorsión.


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Con casi 320.000 habitantes, la mayoría afro, la ciudad está bajo el yugo de Shottas y Espartanos, dos facciones juveniles surgidas de la escisión de La Local, una poderosa organización de narcotráfico.

"Estamos asistiendo a una nueva guerra urbana, a un conflicto territorial", describe Juan Manuel Torres, investigador regional de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares). "La situación se ha vuelto muy violenta y (está) fuera de control", remarca.

 

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Casi un 40% de las 576 personas asesinadas en el período 2017-202 tenían entre 14 y 28 años, según datos recopilados por Pares.


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Barrio por barrio, Shottas y Espartanos van ganando terreno a balazos. La tasa de homicidios (61,6 por cada 100.000) se duplicó en 2021 y es una de las más altas del país.

Conocido también como el puerto de las desapariciones, el año pasado se denunciaron 50 casos de desaparición forzada contra 25 en 2020, según Pares. En el mismo periodo, la policía registró unas 300 capturas, además de 265 armas incautadas, entre ellas cinco lanzagranadas.

 

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Noche de terror 

Por Buenaventura pasa el 40% del comercio internacional de Colombia y es una codiciada ruta del narcotráfico hacia Centroamérica y México.

Algunos bares, marisquerías y un parque de diversiones frente al mar le dan una apariencia de normalidad.


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Pero caída la tarde los comercios cierran y las calles se vacían. Bajo un toque de queda de facto, los pobladores se encierran tras las puertas de hierro de viviendas. Los más pobres se refugian en sus casas de hojalata o madera sobre pilotes rodeados de desechos plásticos.

Existen "fronteras invisibles" que Shottas y Espartanos han trazado, con una advertencia de muerte para quien las cruce. 

 

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Unos cuantos policías y soldados armados patrullan con sus ametralladoras apuntando a las fachadas y a los estrechos callejones.


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Ya es de noche y un furgón de la morgue se estaciona en un calle del barrio Juan XXIII para recoger un cuerpo acribillado. Bajo la lluvia torrencial, entre luces de linternas, una mujer pregunta discretamente por la víctima. Esta vez cayó un "Shotta" susurran los curiosos.

El 30 de agosto, en la misma zona, las bandas sostuvieron un enfrentamiento de horas con armas automáticas, en una noche de terror que quedó grabado en celulares.

"La autoridad en los barrios son estas dos bandas", dice el obispo de Buenaventura, Rubén Darío Jaramillo, quien se mueve escoltado por amenazas de muerte. "Los habitantes no tienen más remedio que someterse", señala.


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Los pobladores perciben que los dos grupos son más fuertes que el Estado. "Han cooptado a la población y están reclutando niños que no tienen perspectivas", remarca el investigador de Pares.

Shottas y Espartanos son la extensión armada del narcotráfico. Los primeros prestan sus servicios a una disidencia de las FARC, la guerrilla que firmó la paz en 2016, mientras sus enemigos trabajan para el Clan del Golfo, la mayor organización narco del país.

 

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La violencia en el puerto tiene su impronta macabra: las llamadas "casas de pique" donde desmembran a las víctimas antes de desaparecerlas en los manglares.


Extorsión
  
Los dos grupos actúan como "parásitos que chupan la sangre de la sociedad", grafica Torres.

Aunque la columna vertebral de sus finanzas es el narcotráfico, según las fuentes, la extorsión es una práctica tan extendida como lucrativa. 


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"Las dos bandas se han apoderado del comercio local, sobre todo de los alimentos", señala Torres.

La palabra extorsión va de boca en boca. "Mira todas estas tiendas en alquiler", dice un médico bajo reserva y señala los numerosos escaparates y mercados vacíos. "Han tenido que cerrar sus puertas. ¡Si no pagas, te matan! (...) ¡Buenaventura es la ley de las bandas!", exclama.

Según las estimaciones oficiales, cada banda tiene entre 400 y 600 miembros que actúan como "pequeños ejércitos". Shottas y Espartanos - continúa Torres - han desarrollado identidades culturales con propias canciones, códigos y mártires.

Los jóvenes que reclutan son "los hijos de la guerra, del narcotráfico y del desplazamiento forzado. También de la pobreza y el racismo", añade. 


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La guerra es por el control de los barrios y los serpenteantes brazos de mar que se adentran hasta los pies de las viviendas.

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Conquistar estos canales "significa el libre acceso a la bahía", y la garantía para las bandas de traficar a sus anchas, señala el coronel Samuel Aguilar, comandante de un batallón de infantería.

Militares y policías patrullan día y noche. Sin embargo, hay una extensa red de "moscas" que les advierten a los delincuentes de su presencia, según el oficial.  

"Se mueven más que todo de noche, (...) y no podemos controlar la región completa, ellos aprovechan esos espacios para sacar sus drogas", comenta.


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Chance de paz

El obispo de Buenaventura reconoce el trabajo de la fuerza pública, pero insiste en que no "es suficiente" frente a la deuda social del Estado. "El agua potable fluye sólo de forma intermitente, no hay suficientes escuelas, servicios públicos", sostiene.

El 6 de septiembre, el presidente Gustavo Petro lanzó en Buenaventura su programa de "paz total", a través del cual busca extinguir el último conflicto armado interno del continente. 

Petro se propone negociar la paz con el Ejército de Liberación Nacional (Eln), la última guerrilla reconocida en Colombia, y al mismo tiempo otorgar beneficios penales a los narcos a cambio de que renuncien a su actividad.


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El primer mandatario de izquierda de Colombia reveló que Shottas y Espartanos manifestaron por escrito su "voluntad de negociar (...) y someterse a la justicia". Las dos bandas están a la expectativa de un eventual arreglo, coinciden las fuentes. 

"Es una forma de reconocimiento para ellos, una oportunidad de ganar algo de respetabilidad. Y es una oportunidad para no morir o acabar en la cárcel", opina el investigador de Pares.

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