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Conozca las guardianas de las semillas de Campo Dos
En La Gabarra, las mujeres víctimas le apuestan al progreso con marranos y gallinas.
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Jhon Jairo Jácome Ramírez
Martes, 27 de Septiembre de 2016

Cogemos un totumo, lo destapamos por la parte de arriba, le sacamos la tripa, lo lavamos bien y cuando ya está seco, buscamos agua bendita y se la echamos por dentro. Luego le ponemos una tusa, lo tapamos y lo llevamos a la zona donde lo vamos a sembrar; hacemos el hueco, buscamos la semilla de un árbol que llame agua y ponemos a un niño o una niña a que lo siembre, y con fe, porque esto sin fe no funciona, esperamos a que Dios nos reviente el nacimiento”.

Así, con una tradición heredada de los abuelos de la zona, están llamando agua desde el fondo de la tierra en Campo Dos, las 80 familias que hacen parte del programa de desarrollo rural que adelanta la Pastoral Social de la Diócesis de Tibú. 

Estas familias, que además cuentan con el apoyo de cooperantes internacionales como Heks-Eper (Suiza) y Misereor (Alemania), están esparcidas por todo este corregimiento de Tibú donde las lluvias escasean cada vez más. 

Mónica Maldonado, agente de pastoral de la Diócesis de Tibú y quien lidera este proyecto que busca mantener la esencia campesina en una región en la que la palma amenaza con coparlo todo, señaló que los huertos circulares es la estrategia que más han impulsado entre los habitantes de la región y que más éxito ha tenido hasta el momento. 

“Para nosotros un huerto circular representa la seguridad alimentaria de una familia. Este proyecto, que empezó hace 3 años, busca que los campesinos retomen sus costumbres y empiecen la implementación del huerto que, en una zona tan caliente como esta, mantiene la humedad, pues al ser en círculo, la retiene y hace que las plantas todo el tiempo puedan tener buen riego”.

El huerto en el que Mónica explica el sistema con el que trabajan en esta zona del departamento, pertenece a Blanca Aurora Luna Díaz, habitante de la vereda Los Lirios y en cuya parcela La Laguna, de Campo Dos, hay varios huertos circulares, un estanque con 700 cachamas, galpones de pollos criollos y un vivero donde se custodian, como si fueran un tesoro invaluable, las semillas de los productos típicos de la región. 

“En mis huertos tengo piña, maíz, frijol, yuca, plátano, cimarrón, orégano, cilantro, col, ají, flor de Jamaica, aromáticas y sábila. También tengo sembrados árboles maderables para repoblar la zona, pues los palmeros han talado mucho, y como dice  monseñor Omar Alberto Sánchez, obispo de Tibú, ‘si tumbamos un árbol tenemos que sembrar 3’”, afirmó Blanca, quien junto a sus hijos y nietos se encarga de mantener la finca en la que vive con toda su familia. 

Con los huertos, las familias que hacen parte del proyecto no solo logran asegurar la comida en su hogar, sino generar ingresos adicionales, pues los excedentes los pueden vender en los mercados campesinos o hacer trueques con sus vecinos. 

“Entre nosotros el dinero no es lo más importante. Lo que realmente nos importa es que todos estemos bien, que podamos comer todos los días; por eso si yo tengo sembrado algo que mi vecino necesita, pues se lo cambio por huevos, yuca o algo que yo no tenga”, sostuvo Blanca mientras revisaba unas gallinas criollas que dormían sobre diez huevos.  

Para Mónica, en el fondo de esta iniciativa lo que subyace es una vuelta a lo ancestral, un retorno a lo nativo del territorio y,  por qué no, una oposición a los productos venidos de afuera que de a poco han ido acabando con la tierra de esta vasta región.  

“Nos oponemos a todo lo que nos está llegando de afuera, a esas semillas transgénicas que pueden causar daños en el ser humano; esas son semillas que no se pueden volver a sembrar, todo el tiempo usted tiene que estar comprándolas. Aquí gracias a Dios todavía hay ‘maíz pullita’, del que se preserva su semilla. Para esa preservación es que están ‘Los Guardianes de las Semillas’, ellos son nuestro banco de alimentos para el futuro”, enfatizó Mónica mientras Blanca le corría una tabla para que entrara al lugar sagrado de su parcela donde están las semillas que a ella y su familia les correspondió custodiar.

Estos viveros, donde se están recuperando especies nativas maderables, principalmente, ocupan un espacio privilegiado en las parcelas de los campesinos que hacen parte del programa que la Pastoral Social lidera en esta zona del departamento. A estos lugares se les cuida como si fueran un santuario.

“Los maderables son los que más preservamos porque han sido los más atacados por la mano del hombre en los últimos años. Pero también guardamos semillas que son propias de la zona, como pimentón, cilantro, cimarrón, lulo, papaya, guanábana, entre otros. En los últimos meses también hemos traído semillas de otras zonas del país, que hemos intercambiado con guardianes de otras regiones, como Nariño, que tiene uno de los bancos de semillas más grandes del país”, indicó Mónica.

Además de aprender a garantizarse su comida diaria, las 80 familias que hacen parte de este proyecto también se están organizando a nivel veredal, a través de juntas de acción comunal, y han conformado una asociación de mujeres productoras agropecuarias que tiene, a su vez, funciones de fondo de ahorro y crédito.

“Aquí no solo se atiende la parte alimentaria; también hay otras cosas que giran en torno a ella y de las cuales, si logramos agruparnos como queremos, podemos lograr ingresos extras para estas familias que tanto los necesitan”, recalcó Mónica. 

‘De mi huerta saco todo lo que necesitan mis animales’

Mónica Maldonado, de Pastoral Social, lidera este proyecto en Campo Dos. 

Blanca Aurora es una campesina feliz. Se le nota en la forma de hablar, en su sonrisa permanente y por cómo trata a los animales que tiene en su parcela, entre los que sobresalen gallinas criollas, pollos, perros, gatos, pájaros y 700 cachamas. 

A estas últimas, al igual que a las gallinas, las alimenta con tortas que ella misma prepara con varias de las plantas y frutas que hay en su huerta. 

“Aunque al principio les echamos purina, después nos dimos cuenta de que así nos íbamos a quebrar, pues cada bulto vale como 90 mil pesos. Ahora les hacemos tortas de arroz, plátano, yuca, maíz, guayaba. Todo eso lo molemos y se lo echamos”, aseguró mientras arrancaba unas hojas para la torta que estaba preparando. Blanca también quiere convertirse en empresaria. Y del vino. Del vino de flor de Jamaica. 

“Nosotros cocinamos el pétalo de la flor de Jamaica y de ahí sacamos lo que es el vino; con los pétalos que quedan, sacamos la mermelada o se pueden hacer dulces también. Estamos esperando tener una producción grande de vinos, para empezar a venderlos en Tibú, Cúcuta y por qué no, llegar a exportarlos. Lo vamos a lograr, yo sé que sí”, contó entusiasmada mientras lanzaba pedazos de torta a sus cachamas. 

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