Lunes, 4 de Noviembre de 2013
Hoy se estrena, a nivel nacional, la película “La justa medida”, del director caleño Colbert García y producida por Ocho y Medio Comunicaciones. Es una comedia escrita por Iván Gallo que no contiene esas escenas truculentas del cine nacional que buscan siempre producir en el público una determinada salivación (como sucede a los perros de Pávlov), y de esta manera conseguir aplausos y premios de manera fácil. Aquí no hay estereotipos sino que, por el contrario, contiene personajes enigmáticos y divertidos: un adolescente que nunca habla (seguramente educado en el lenguaje de facebook, blackberry, whatsapp, google, etc) y su novia extrovertida. Un hombre tímido e ingenuo y atormentado por el tamaño de su pene; mujeres esculturales, un personaje estrambótico, un matrimonio corroído por la herrumbre de la rutina. En fin.
Alienta mucho que alguien se arriesgue a escribir una película divertida sin recurrir al personaje pintoresco, de lenguaje ramplón, que con tres mentadas de madre busca siempre hacer reír al público. Al contrario, en uno de sus planos narrativos la película desarrolla una profunda reflexión sobre la importancia del diálogo. Todos los malos entendidos que suceden al interior de la historia se hubieran podido resolver desde el principio si sus personajes dialogaran. Si los padres hablan con sus hijos, el esposo con la esposa, y así.
Hay que ir a verla. Otros hablarán de su director (su trabajo fue impecable) o de la fotografía, o de sus actores. Yo quiero hablar de Iván Gallo, el guionista. Es cucuteño, autor de la novela Ensayos de Frankenstein y de los guiones de El último aliento (largometraje) y El rostro de Alipio (cortometraje). Fue finalista del Fondo de Cinematografía con el guión En un lugar feliz. Es columnista del diario La Opinión y del portal Las 2 orillas.
Iván Gallo es un escritor que no pasa desapercibido. Es polémico, locuaz, hiperactivo, burlón. Se burla de todo y de todos: hasta de sí mismo. Y por eso lo odian. Sus colegas en Cúcuta lo odian porque saben que tiene talento. Los artistas de la ciudad lo detestan. Los lectores de sus columnas en las 2 orillas los tratan de estúpido. Nadie lo invita a dar conferencias porque piensan que un hombre que vive a 30 grados a la sombra no tiene ideas frescas. Pero a Iván Gallo eso lo tiene sin cuidado. Su trabajo como guionista, que es muy bueno, será criticado, escupido, desdeñado y hasta plagiado por toda aquella fauna de artistas locales que nunca morirán de cáncer o de cirrosis, sino de envidia.
“Que se jodan todos”, dice Iván Gallo en un correo electrónico. Y concluye: “Estoy muy ocupado escribiendo”.
Creo que ese es el secreto de su éxito: mientras otros desenrollan el ovillo de la injuria y el veneno, Iván está escribiendo. Hay sólo dos clases de escritores en el mundo: el que quiere escribir y el que escribe. Iván pertenece al segundo grupo. Hay que decirlo. O gritarlo. Su trabajo es silencioso, honesto, consagrado: duro. De su trabajo Iván habla poco. Es su éxito el que hace ruido. Por eso nadie lo soporta: ni sus vecinos. La película que se estrena hoy es la justa medida de su talento.
Alienta mucho que alguien se arriesgue a escribir una película divertida sin recurrir al personaje pintoresco, de lenguaje ramplón, que con tres mentadas de madre busca siempre hacer reír al público. Al contrario, en uno de sus planos narrativos la película desarrolla una profunda reflexión sobre la importancia del diálogo. Todos los malos entendidos que suceden al interior de la historia se hubieran podido resolver desde el principio si sus personajes dialogaran. Si los padres hablan con sus hijos, el esposo con la esposa, y así.
Hay que ir a verla. Otros hablarán de su director (su trabajo fue impecable) o de la fotografía, o de sus actores. Yo quiero hablar de Iván Gallo, el guionista. Es cucuteño, autor de la novela Ensayos de Frankenstein y de los guiones de El último aliento (largometraje) y El rostro de Alipio (cortometraje). Fue finalista del Fondo de Cinematografía con el guión En un lugar feliz. Es columnista del diario La Opinión y del portal Las 2 orillas.
Iván Gallo es un escritor que no pasa desapercibido. Es polémico, locuaz, hiperactivo, burlón. Se burla de todo y de todos: hasta de sí mismo. Y por eso lo odian. Sus colegas en Cúcuta lo odian porque saben que tiene talento. Los artistas de la ciudad lo detestan. Los lectores de sus columnas en las 2 orillas los tratan de estúpido. Nadie lo invita a dar conferencias porque piensan que un hombre que vive a 30 grados a la sombra no tiene ideas frescas. Pero a Iván Gallo eso lo tiene sin cuidado. Su trabajo como guionista, que es muy bueno, será criticado, escupido, desdeñado y hasta plagiado por toda aquella fauna de artistas locales que nunca morirán de cáncer o de cirrosis, sino de envidia.
“Que se jodan todos”, dice Iván Gallo en un correo electrónico. Y concluye: “Estoy muy ocupado escribiendo”.
Creo que ese es el secreto de su éxito: mientras otros desenrollan el ovillo de la injuria y el veneno, Iván está escribiendo. Hay sólo dos clases de escritores en el mundo: el que quiere escribir y el que escribe. Iván pertenece al segundo grupo. Hay que decirlo. O gritarlo. Su trabajo es silencioso, honesto, consagrado: duro. De su trabajo Iván habla poco. Es su éxito el que hace ruido. Por eso nadie lo soporta: ni sus vecinos. La película que se estrena hoy es la justa medida de su talento.
