Domingo, 14 de Septiembre de 2014
El destino termina siempre riéndose de todos nosotros: ora, por ser ingenuos y dejarnos llevar por las cosas aparentes; ora, por ser demasiado torpes y no saber entenderlo como es, con sus condiciones y esa flexibilidad maravillosa de dejarnos ser, cuando él lo quiere, y nosotros aceptamos ser.
Pero en el fondo es bueno el destino: Lo único complicado es establecer su sintonía con el tiempo, ¡Tempus breve est!, con ese misterio oculto que le permite someter al ser humano a sus caprichos, pero que se muestra de vez en cuando en facetas bondadosas.
Uno puede, con toda libertad, dejar pasar el tiempo, o tomarse su tiempo, como dicen: lo que sucede es que entre esas secuencias de descuido la verdad individual se va desgastando y el destino se escapa a otras dimensiones, a donde una brújula incógnita lo conduce.
Lo que piensa (el destino) sólo puede captarse desde el corazón y los pensamientos nobles: sólo así se perciben sus señales, incluso tan sencillas como un canto de pájaro o una mata floreciendo. Porque él tiene un tiempo para cada uno de nosotros y lo reproduce en el alma, sembrándolo en ella para que actúe como caja de resonancia de los sonidos que emite, de las muestras que pone en nuestra ruta humana.
De manera que es necesario darle sentido a la vida, en una misión personal de entender el destino; algo así como meterse obsesivamente en la idea de que la existencia es la variable de un modo universal que tiene la eternidad para hacerse temporal y jugar a las marionetas con el hombre.
La pregunta es ¿por qué somos tan frágiles ante el destino?. Son muchas las respuestas, pero todas convergen en que no cultivamos la espiritualidad, esa opción que se nos da para ascender a través del pensamiento y de los sentimientos hacia una realización íntegra en el sentido de valer por lo que somos y no por lo que tenemos.
(Mi definición personal la dejo de último, porque tengo la mejor explicación en que el destino es Dios, y que uno es gracias a Él y que, si uno se deja, lo guía por la senda que hace su voluntad, aunque a veces no lo entienda. Y se la dejo, porque sin merecerlo, me ha regalado su bondad y unas óptimas bendiciones).
Pero en el fondo es bueno el destino: Lo único complicado es establecer su sintonía con el tiempo, ¡Tempus breve est!, con ese misterio oculto que le permite someter al ser humano a sus caprichos, pero que se muestra de vez en cuando en facetas bondadosas.
Uno puede, con toda libertad, dejar pasar el tiempo, o tomarse su tiempo, como dicen: lo que sucede es que entre esas secuencias de descuido la verdad individual se va desgastando y el destino se escapa a otras dimensiones, a donde una brújula incógnita lo conduce.
Lo que piensa (el destino) sólo puede captarse desde el corazón y los pensamientos nobles: sólo así se perciben sus señales, incluso tan sencillas como un canto de pájaro o una mata floreciendo. Porque él tiene un tiempo para cada uno de nosotros y lo reproduce en el alma, sembrándolo en ella para que actúe como caja de resonancia de los sonidos que emite, de las muestras que pone en nuestra ruta humana.
De manera que es necesario darle sentido a la vida, en una misión personal de entender el destino; algo así como meterse obsesivamente en la idea de que la existencia es la variable de un modo universal que tiene la eternidad para hacerse temporal y jugar a las marionetas con el hombre.
La pregunta es ¿por qué somos tan frágiles ante el destino?. Son muchas las respuestas, pero todas convergen en que no cultivamos la espiritualidad, esa opción que se nos da para ascender a través del pensamiento y de los sentimientos hacia una realización íntegra en el sentido de valer por lo que somos y no por lo que tenemos.
(Mi definición personal la dejo de último, porque tengo la mejor explicación en que el destino es Dios, y que uno es gracias a Él y que, si uno se deja, lo guía por la senda que hace su voluntad, aunque a veces no lo entienda. Y se la dejo, porque sin merecerlo, me ha regalado su bondad y unas óptimas bendiciones).