El sábado 21 de agosto de 1999, Felipe (*), de apenas 16 años, estaba en el bar El Sapo de La Gabarra cortejando a una de las tantas prostitutas que por esos días vivían en ese caluroso corregimiento de Tibú.
Junto a unos amigos, había llegado a este lugar desde temprano a “ver a las mujeres” y hablar con quienes le acompañaban.
A El Sapo no solo asistían habitantes de La Gabarra. La mayoría de sus clientes provenían de las montañas cercanas que, después de varios días de estar ‘raspando’ coca, utilizaban los fines de semana para bajar al pueblo a comprar víveres, beber cerveza y estar ‘un rato’ con las putas.
Ese sábado parecía normal. No había nada que les hiciera pensar a los emparrandados habitantes de este corregimiento que las cosas se iban a poner feas pasadas las 7 de la noche.
Si bien desde finales de mayo, un grupo de paramilitares proveniente de Córdoba hacía presencia en la carretera entre Tibú y La Gabarra y habían asesinado a varias personas a quienes sindicaron de pertenecer a la guerrilla o de ser sus colaboradoras, los habitantes de este corregimiento se sentían seguros por la presencia constante de la Policía y el Ejército en su pueblo y las inmediaciones del mismo.
En el centro del corregimiento, la estación de Policía albergaba en su interior un número significativo de uniformados que patrullaban las polvorientas calles de La Gabarra, tropezándose en las esquinas con soldados de la base que el Ejército tiene instalada a escasos 200 metros del pueblo, pasando el puente sobre el río Catatumbo.
“Como a las 7:50 de la noche de ese sábado se fue la luz. Sin embargo, ahí en El Sapo tenían una planta eléctrica y nos quedamos a oscuras un momento no más. Luego se volvió a ir la luz otra vez pero la planta nos iluminó nuevamente. A la tercera vez ya no volvió más. Fue justo en ese momento cuando llegaron los ‘paracos’ y de una patada entraron al bar”, recuerda Felipe con la mirada perdida en el río Catatumbo, el mismo en el que vio decenas de cuerpos correr, la mayoría de las veces mutilados.
“Cuando los ‘paras’ entraron traían una lista en sus manos. Dijeron ‘el que esté en esta lista se muere y el que no tenga cédula también’. Ahí en El Sapo alcancé a ver cómo mataban a un señor que estaba borracho y quiso enfrentársele a un ‘para’ con un cuchillo. Luego me dejaron ir porque vieron que yo era menor de edad”, cuenta este joven que aún hoy no olvida cómo al tratar de esconderse de la masacre que se acababa de desatar en su pueblo, terminó acurrucado junto a un cadáver en el negocio donde vendían carne y que estaba ubicado junto a este bar.
Lo que vendría después, hasta bien entrada la madrugada del domingo 22, sería considerado por las víctimas de esta masacre como el peor infierno de sus vidas. Una bengala, que muchos habitantes de La Gabarra no dudaron en afirmar que fue lanzada desde la base del Ejército, significó el fin de esa primera incursión paramilitar.
Al despuntar el día, los cuerpos de 35 personas yacían regados por varios puntos del corregimiento. Los cadáveres fueron recogidos por el tractor que hacía las veces de recolector de la basura. Los rostros conocidos hicieron su aparición entre la pila de muertos y las lágrimas, que aún hoy brotan de los rostros de estas víctimas, llegaron para quedarse.
Los paramilitares, más de 200, se adueñaron de La Gabarra a punta de plomo, motosierra y violaciones.
Una vez instalados, el negocio de la droga se convirtió en su única obsesión. Para ello, los hombres de Mancuso, bajo el mando de Armando Alberto Pérez Betancourt (alias Camilo), designaron a Los Azules, un escuadrón que vestía con overoles de este color y cuya misión era velar porque toda la coca producida en La Gabarra y sus alrededores solo les fuera vendida a ellos o a quienes ellos designaran.
“Todo en La Gabarra pasó a ser controlado por ellos. No se hacía nada sin su permiso. Hasta los problemas conyugales eran resueltos por estos sujetos”, afirma Felipe, quien tuvo en sus manos el poder darle un giro radical a esta historia de dolor.
Según contó a La Opinión, un día un niño de ‘7 o 10 años’ que en La Gabarra era conocido como ‘Paraquito’ por la cercanía que tenía con algunos miembros del Bloque Catatumbo y por, aunque suene difícil de creer, haber propiciado la muerte de varias personas tras sindicarlas de ser guerrilleras, acusó a su hermano de ser el responsable del robo de unas joyas de un ‘para’ que vivía en el pueblo.
“Mi hermano administraba un negocio de juegos de video. ‘Paraquito’ iba allá a jugar. Un día, a mi hermano se lo llevaron los ‘paras’ porque ese niño lo acusó de haberse robado unas joyas. Camilo, que vivía al lado de mi casa, era quien debía decidir qué hacer con mi hermano. Por eso, me subí a un árbol con una escopeta de mi papá y lo tuve varias horas en la mira. Si a mi hermano lo hubiesen matado, yo lo hubiese matado a él así luego me mataran a mí y a toda mi familia”, sostuvo Felipe.
Para su fortuna y, sobretodo la de Camilo, el hermano de Felipe fue liberado luego de que se lograra establecer que ‘Paraquito’ era quien había robado las joyas para ir a jugar con las consolas del negocio que este administraba.
La muerte de Camilo, sin duda, habría marcado otro escenario en La Gabarra, un escenario que Felipe tuvo en sus manos. No obstante, con Camilo vivo, la historia de La Gabarra fue otra, cargada de miles de muertos, miles de desplazados y miles de desaparecidos.
(*) Nombre cambiado
‘La coca se le vende a la guerrilla’
Luego de la desmovilización del Bloque Catatumbo, el 10 de diciembre de 2004, La Gabarra volvió a quedar en manos de quienes por años habían ejercido la autoridad en este lugar: la guerrilla de las Farc.
Con la salida de los ‘paras’, el negocio de la droga no se vio afectado, lo único que cambió fueron las personas que cada cierto tiempo pasan por las fincas recogiendo la base de coca que allí en esta zona de Norte de Santander se produce.
Una persona que habló con La Opinión bajo la condición de que su nombre no fuera revelado, contó detalles acerca de cómo funciona en estos momentos el lucrativo negocio de la droga en la región.
“Actualmente estamos sembrando la coca injerto, que tiene cerca de 4 años de haber llegado a la región. Antes se sembraba la coca dulce o peruana, que tenía la hoja más ancha y era más blandita para raspar”, sostuvo.
Según esta persona, la coca injerto crece más rápido y echa más hojas, pero su transformación a base de coca requiere de más insumos que la peruana, lo que hace más cara su producción.
“Por aquí hemos intentado sembrar la coca cuarentana, que es muy buena para producir base con poca cantidad, pero la tierra no nos deja. Con esa coca se produce un kilo de base por cada 30 arrobas, mientras que la injerto apenas bota un kilo por 50 arrobas”.
Esta persona contó que los cultivos de coca han crecido en La Gabarra, sobre todo “río arriba, por la zona de Caño Tomás”.
También indicó que el kilo de base de coca se está pagando a $2.400.000, “aunque a veces baja o sube el precio dependiendo de lo difícil que sea conseguir los insumos”.
Finalmente, comentó que la coca que allí se siembra se le vende a la guerrilla.
“Ellos son los dueños del negocio. Si usted le quiere vender a otra persona, tiene que ser con su permiso. Ellos tienen personas que les recogen la coca en los puntos donde uno va a venderla. La guerrilla de las Farc lleva los controles por la bulla que se hace cuando uno va a ‘raspar’, pues para eso tiene que contratar unas 20 o 25 personas y ahí es donde ellos se dan cuenta quién raspó y quién tiene mercancía para vender”.