Martes, 6 de Enero de 2015
~Llaman desescalar, un término inexistente para referirse al proceso en
el que está entrando la guerra en Colombia, en el que las acciones
bélicas comienzan a bajar en tanto crece la esperanza lógica de que
todas las armas se silencien para siempre y muy pronto.~
Llaman desescalar, un término inexistente para referirse al proceso en el que está entrando la guerra en Colombia, en el que las acciones bélicas comienzan a bajar en tanto crece la esperanza lógica de que todas las armas se silencien para siempre y muy pronto.
Y es que luego de que el presidente Santos reconoció que las Farc han cumplido su promesa de cese el fuego unilateral, el rumbo de la guerra comenzó a dar un viraje de 180 grados, al menos en los discursos, en las intenciones, en los análisis y en los documentos.
Más es un avance muy importante y sorpresivo que en los manuales y en la historia ha derivado siempre hacia la declaratoria de un cese bilateral del fuego, un nivel en el que el fin de las acciones militares es casi ineludible y la guerra empieza a vivir en el pasado.
Aún no se puede hablar de paz, pero, por fortuna, se deja de hablar de guerra como opción inevitable. La guerra comienza a morir, lenta, pero definitivamente, para darle paso a la búsqueda de soluciones de los problemas que obligaron a que los tiros fueran la ley.
Aunque ni el Gobierno ni las Farc lo reconozcan todavía de manera abierta, empezó una etapa definitiva en las negociaciones de La Habana. Quizás pequemos de optimistas —se vale, en aras del irrefrenable deseo de tranquilidad de todos los colombianos—, pero es permitido pensar en términos de que las palabras de Santos en Cartagena marcaron, ahora sí, el principio del fin de nuestra horrible noche de casi 60 años.
Cuando en una guerra se intensifican todas las acciones militares y los combates se hacen más frecuentes, es decir, la situación se agrava, hay un escalamiento. Cuando todo lo contrario sucede, o sea, cuando la situación mejora, como ahora, la guerra se desescala y es, entonces, necesario hundir un poco el acelerador en busca de las firmas finales en la mesa de negociaciones.
Una consecuencia clave del reconocimiento presidencial es que ya no es posible que las conversaciones en Cuba avancen como si no existiera guerra y que la guerra siga como si no hubiera diálogo. Esa desconexión deja de existir, lo que significa que cualquier cosa que repercuta en el campo de batalla, repercutirá en las conversaciones, y viceversa.
Por otro lado, la declaración presidencial construye un muro de protección en torno de las conversaciones, ante eventualidades que siempre surgen. En la medida en que la guerra se desescale, en esa misma medida la mesa del diálogo, y la negociación, estarán protegidas.
En las actuales circunstancias políticas, en las que la negociación sigue recibiendo dardos y críticas de sectores opositores al gobierno, la mayoría sin justificación, Santos no puede salir a decirle a la opinión pública que estamos en la fase final de la guerra. Pero, sus palabras en Cartagena, tienen que ser interpretadas como una forma distinta de decir lo mismo, sin comprometer ni a su Gobierno ni a las Farc, ni arriesgar las conversaciones.
Dentro de tres semanas, cuando se reanuden los diálogos, ocurrirá en un ambiente distensionado y optimista que podría llevar a los negociadores a acotar los tiempos, con el fin de firmar el acuerdo definitivo lo más pronto posible, ojalá antes de las elecciones de octubre. Al menos, según analistas, ese parece ser el mandato que Santos entregará a sus negociadores.
Si se avanzó a buen paso bajo el peso de los combates, con mayor ritmo se podrá ir ahora, cuando los fusiles parecen haber callado para siempre y solo permanece sobre la mesa la preocupación de las partes de hacer las cosas lo mejor posible.
Y es que luego de que el presidente Santos reconoció que las Farc han cumplido su promesa de cese el fuego unilateral, el rumbo de la guerra comenzó a dar un viraje de 180 grados, al menos en los discursos, en las intenciones, en los análisis y en los documentos.
Más es un avance muy importante y sorpresivo que en los manuales y en la historia ha derivado siempre hacia la declaratoria de un cese bilateral del fuego, un nivel en el que el fin de las acciones militares es casi ineludible y la guerra empieza a vivir en el pasado.
Aún no se puede hablar de paz, pero, por fortuna, se deja de hablar de guerra como opción inevitable. La guerra comienza a morir, lenta, pero definitivamente, para darle paso a la búsqueda de soluciones de los problemas que obligaron a que los tiros fueran la ley.
Aunque ni el Gobierno ni las Farc lo reconozcan todavía de manera abierta, empezó una etapa definitiva en las negociaciones de La Habana. Quizás pequemos de optimistas —se vale, en aras del irrefrenable deseo de tranquilidad de todos los colombianos—, pero es permitido pensar en términos de que las palabras de Santos en Cartagena marcaron, ahora sí, el principio del fin de nuestra horrible noche de casi 60 años.
Cuando en una guerra se intensifican todas las acciones militares y los combates se hacen más frecuentes, es decir, la situación se agrava, hay un escalamiento. Cuando todo lo contrario sucede, o sea, cuando la situación mejora, como ahora, la guerra se desescala y es, entonces, necesario hundir un poco el acelerador en busca de las firmas finales en la mesa de negociaciones.
Una consecuencia clave del reconocimiento presidencial es que ya no es posible que las conversaciones en Cuba avancen como si no existiera guerra y que la guerra siga como si no hubiera diálogo. Esa desconexión deja de existir, lo que significa que cualquier cosa que repercuta en el campo de batalla, repercutirá en las conversaciones, y viceversa.
Por otro lado, la declaración presidencial construye un muro de protección en torno de las conversaciones, ante eventualidades que siempre surgen. En la medida en que la guerra se desescale, en esa misma medida la mesa del diálogo, y la negociación, estarán protegidas.
En las actuales circunstancias políticas, en las que la negociación sigue recibiendo dardos y críticas de sectores opositores al gobierno, la mayoría sin justificación, Santos no puede salir a decirle a la opinión pública que estamos en la fase final de la guerra. Pero, sus palabras en Cartagena, tienen que ser interpretadas como una forma distinta de decir lo mismo, sin comprometer ni a su Gobierno ni a las Farc, ni arriesgar las conversaciones.
Dentro de tres semanas, cuando se reanuden los diálogos, ocurrirá en un ambiente distensionado y optimista que podría llevar a los negociadores a acotar los tiempos, con el fin de firmar el acuerdo definitivo lo más pronto posible, ojalá antes de las elecciones de octubre. Al menos, según analistas, ese parece ser el mandato que Santos entregará a sus negociadores.
Si se avanzó a buen paso bajo el peso de los combates, con mayor ritmo se podrá ir ahora, cuando los fusiles parecen haber callado para siempre y solo permanece sobre la mesa la preocupación de las partes de hacer las cosas lo mejor posible.
