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El poeta Gabriel García Márquez
~ Hijo de un telegrafista y la hija de un coronel que participó en la Guerra de los Mil Días (1899-1903), Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-2014), por causa de la pobreza fue criado por una tía de su madre, Francisca Simodosea, asediado por los recuerdos de sus parientes. Su padre, además, tocaba el violín y había sido partero y farmaceuta, cuando no improvisaba décimas, romances y sonetos para las fiestas de la familia o los eventos políticos.~
Viernes, 15 de Agosto de 2014
~Hijo de un telegrafista y la hija de un coronel que participó en la Guerra de los Mil Días (1899-1903), Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-2014), por causa de la pobreza fue criado por una tía de su madre, Francisca Simodosea, asediado por los recuerdos de sus parientes. Su padre, además, tocaba el violín y había sido partero y farmaceuta, cuando no improvisaba décimas, romances y sonetos para las fiestas de la familia o los eventos políticos.~ Hijo de un telegrafista y la hija de un coronel que participó en la Guerra de los Mil Días (1899-1903), Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-2014), por causa de la pobreza fue criado por una tía de su madre, Francisca Simodosea, asediado por los recuerdos de sus parientes. Su padre, además, tocaba el violín y había sido partero y farmaceuta, cuando no improvisaba décimas, romances y sonetos para las fiestas de la familia o los eventos políticos.

Al morir su abuelo le llevaron a Barranquilla a concluir la primaria y se sabe que en el colegio jesuita donde hizo los primeros años de bachillerato improvisaba cuartetos y sátiras, tanto como recordar en Vivir para contarla como un par de curas le regañaban o le invitaban a publicarlas en las revistas del plantel. Fue así como se vinculó a un grupo de admiradores de Eduardo Carranza, comandados por un gurrumino alto y melenudo llamado poéticamente César Augusto del Valle. Luego y gracias a una bolsa de estudios en Zipaquirá, un remoto pueblo de los Andes, se graduó de bachiller mientras se intoxicaba con la más horrenda poesía que declamaban los colombianos de entreguerras y “Javier Garcés” escribía sonetos piedracielistas:

Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,
y algo en tu sangre late y no reposa
y en tu talle de agua, temblorosa,
la fuente es una líquida armonía.

Si alguien llama a tu puerta y todavía
te sobra tiempo para ser hermosa
y cabe todo abril en una rosa
y por la rosa se desangra el día.

Si alguien llama a tu puerta una mañana
sonora de palomas y campanas
y aun crees en el dolor y en la poesía.

Si aun la vida es verdad y el verso existe.
Si alguien llama a tu puerta  y estás  triste,
abre, que es el amor, amiga mía.

(Si alguien llama a tu puerta)

Luego asistiría a ciertas clases de derecho en la Universidad Nacional,  donde se divertía declamando un disparate de José Manuel Marroquín [1887-1908], presidente de Colombia entre 1900-1904, alias El Usurpador, por haber depuesto a Manuel Antonio Sanclemente, durante cuya administración se libró La Guerra de los Mil Días y se perdió Panamá y que comenzaba:

Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,
Ahora que albando la toca las altas suenas campanan;
Y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran
Y que los silbos serenan y que los gruños marranan
Y que aurorada rosa los extensos doran campan,
Perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas
Y friando de tirito si bien el abraza almada,
Vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.

El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y las persecuciones desatadas el 9 de Abril de 1948 le llevaron entonces a Cartagena de Indias, los veinte meses que trabajó a las órdenes de Clemente Manuel Zabala (San Jacinto, 1921-1963), un radical que había sido secretario del general Benjamín Herrera y delegado a congresos obreros, y quien parece le enseñó los rudimentos del periodismo moderno. En esa Bogotá de hielo y desolación, sólo la poesía le había acompañado:

“Cuando terminé el bachillerato y me fui Bogotá, confesó a J.G. Cobo Borda en 1981,  mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida de Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna, y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que tuviera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.”
 “Es difícil imaginar, agrega en sus memorias, hasta qué punto se vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes. Abríamos el periódico, aún en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de la taza, y allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros sueños”.

El asunto central de Cien años de soledad (1967), su más conocido poema, es la incomunicación. En Macondo, tierra de lo posible, no existe la solidaridad y trato entre los hombres. Macondo es una Arcadia donde triunfan la muerte y la violencia. Un pueblo habitado por sabios aislados y vidas anacrónicas cuyos símbolos vivos son José Arcadio Buendía, el vidente atiborrado de proyectos que termina junto a su difunto enemigo Prudencio Aguilar; Úrsula Iguarán, que confunde el presente y el pasado y es una muñeca que divierte a sus tataranietos, abandonada por la realidad de la que había sido su único médium; Aureliano Segundo que despilfarra su vida y la de su concubina mientras cubre con billetes de banco las paredes de las habitaciones, bebe ríos de brandy y baila, hasta la misma vejez, una eterna cumbiamba que apenas apacigua el diluvio universal; Remedios, la bella, que vaga por el desierto de la soledad hasta cuando asciende en cuerpo y alma al cielo; Meme, muda desde el día que su madre la llevó a un convento de tierra fría para que diera a luz el hijo de Mauricio Babilonia, y Aureliano Babilonia, un adolescente que ignora el presente pero sabe todo sobre el hombre del Medioevo. El amor, al final de la novela, derrota la soledad cerrando el círculo maléfico del incesto, maldición y destino de la familia.

Pero quien ha narrado la historia es el coronel Aureliano Buendía, que entre los avatares de las guerras compone en versos rimados sus encuentros con la vida y la muerte [“Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquiades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer” ] y ya cerca del final, quema, con el baúl de los poemas “la historia misma de la familia, escrita por Melquiades, hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias”, porque gracias al misterio de la poesía “no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante”.

El general en su laberinto  fue la culminación de una saga sobre los estragos de la soledad del poder, el amor y el absurdo de la gloria que había comenzado con El coronel no tiene quien le escriba, la historia del viejo militar que sin tener con que comer libra su última batalla por la vida de un gallo, prolongada en Aureliano Buendía y sus treinta y dos batallas perdidas en Cien años de soledad, y el viaje hacia los tenebrosos dispositivos del totalitarismo en El otoño del Patriarca, porque como había consignado en su gran novela:
“todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
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