Lunes, 25 de Agosto de 2014
Muchos años después, Orlando Clavijo Torrado habría de recordar la mañana aquella en que su padre, don Leoncio Clavijo, lo llevó al Seminario El Dulce Nombre, de Ocaña. Bucarasica era entonces una hilera de casas, acomodadas sobre el lomo de una montaña, arriba, muy arriba, “cerca de las estrellas”, según el decir de los poetas, y repetido después por el mismo Orlando Clavijo. Don Leoncio y Orlando, de apenas once años, descendieron a caballo desde las alturas hasta La Sanjuana, donde esperaron el bus de Peralonso que los llevaría hasta Ocaña, después de pasar por el Alto del Pozo, El Tarra, Ábrego y La Ermita.
Pero Orlando no sólo lo recuerda ahora, cincuenta y pico años después, sino que nos embriaga de nostalgias y vivencias de épocas felices en que varios compañeros de entonces, hoy todos sesentanos, compartimos aquellos claustros de la infancia.
Leyendo las crónicas de Clavijo Torrado sobre aquel seminario, regentado por los padres Eudistas, uno siente algo así como un escalofrío al comprobar que el paso de los años es inexorable, pero quedan recuerdos, algunos imperecederos, como los que vivimos, a finales de los cincuentas en dicho internado, donde la disciplina y el estudio iban de la mano, sin que fuera posible sacarle el quite a alguno de los dos.
La disciplina, casi que de cuartel, marcó nuestros primeros andares por la vida estudiantil, pero siempre bajo la protección divina. Con un “Viva Jesús y María”, comenzaba el día, a las 5 de la mañana, y terminaba con la misma jaculatoria a las 9 de la noche, cuando una campanada indicaba que había llegado la hora de los sueños.
El diario trajinar entre libros y rezos se iba con alegría, con juegos, con entusiasmo juvenil. Misa, comunión, rosario y visitas al Santísimo en la hermosa capilla alternaban con largos recreo en los que era obligatorio jugar y tiempos de lectura en los que era obligatorio leer y horas de estudio en las que era obligatorio estudiar. Allí sí que podía decirse que había un lugar para cada cosa y una cosa para cada lugar. Todo se hacía a su debido tiempo. Y en el sitio preciso.
Todos los domingos, después de almuerzo, había una salida al campo, una caminata. En formación india atravesábamos las calles de la ciudad, mientras las gentes cuchicheaban: “Ahí van los pichones de cura”. Porque esa era la idea. Nuestros padres, como don Leoncio, fincaban sus esperanzas en que tendrían un hijo cura, lo cual aseguraba las riquezas del cielo y de la tierra.
Pero, para desventura de tales sueños paternales, no todos los “pichones de cura” dimos la talla. Algunos renunciaban de frente, otros no regresaban de vacaciones y algunos se hacían entregar por el padre rector a sus familias. Sin embargo había otros, que preferían “volarse” del internado. La hora más apropiada era la de la misa, pues curas y seminaristas estaban entregados a la oración, momentos que aprovechaba quien se iba a fugar, para burlar la estricta vigilancia, lo que quiere decir que Dios también a veces se presta para ciertas jugarretas, porque como lo dijera Él mismo: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Muchos fuimos los llamados al Seminario el dulce Nombre, de Ocaña, pero, para bien o para mal, también fuimos muchos los que nos fuimos quedando en el camino.
Pero Orlando no sólo lo recuerda ahora, cincuenta y pico años después, sino que nos embriaga de nostalgias y vivencias de épocas felices en que varios compañeros de entonces, hoy todos sesentanos, compartimos aquellos claustros de la infancia.
Leyendo las crónicas de Clavijo Torrado sobre aquel seminario, regentado por los padres Eudistas, uno siente algo así como un escalofrío al comprobar que el paso de los años es inexorable, pero quedan recuerdos, algunos imperecederos, como los que vivimos, a finales de los cincuentas en dicho internado, donde la disciplina y el estudio iban de la mano, sin que fuera posible sacarle el quite a alguno de los dos.
La disciplina, casi que de cuartel, marcó nuestros primeros andares por la vida estudiantil, pero siempre bajo la protección divina. Con un “Viva Jesús y María”, comenzaba el día, a las 5 de la mañana, y terminaba con la misma jaculatoria a las 9 de la noche, cuando una campanada indicaba que había llegado la hora de los sueños.
El diario trajinar entre libros y rezos se iba con alegría, con juegos, con entusiasmo juvenil. Misa, comunión, rosario y visitas al Santísimo en la hermosa capilla alternaban con largos recreo en los que era obligatorio jugar y tiempos de lectura en los que era obligatorio leer y horas de estudio en las que era obligatorio estudiar. Allí sí que podía decirse que había un lugar para cada cosa y una cosa para cada lugar. Todo se hacía a su debido tiempo. Y en el sitio preciso.
Todos los domingos, después de almuerzo, había una salida al campo, una caminata. En formación india atravesábamos las calles de la ciudad, mientras las gentes cuchicheaban: “Ahí van los pichones de cura”. Porque esa era la idea. Nuestros padres, como don Leoncio, fincaban sus esperanzas en que tendrían un hijo cura, lo cual aseguraba las riquezas del cielo y de la tierra.
Pero, para desventura de tales sueños paternales, no todos los “pichones de cura” dimos la talla. Algunos renunciaban de frente, otros no regresaban de vacaciones y algunos se hacían entregar por el padre rector a sus familias. Sin embargo había otros, que preferían “volarse” del internado. La hora más apropiada era la de la misa, pues curas y seminaristas estaban entregados a la oración, momentos que aprovechaba quien se iba a fugar, para burlar la estricta vigilancia, lo que quiere decir que Dios también a veces se presta para ciertas jugarretas, porque como lo dijera Él mismo: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Muchos fuimos los llamados al Seminario el dulce Nombre, de Ocaña, pero, para bien o para mal, también fuimos muchos los que nos fuimos quedando en el camino.