Parecen muy lejanos los días en que algún medio norteamericano calificó a Michelle Obama como “una negra furiosa”. Comenzaba la primera campaña de su marido, Barack Obama, para la Presidencia de los Estados Unidos y Michelle dejó escapar la frase “es la primera vez que me siento orgullosa de mi país”. Una metida de pata monumental, sin lugar a dudas. Sin embargo, hay que entenderla desde el prisma de una persona que tuvo que enfrentar, desde pequeña, una doble discriminación: por ser mujer y por ser negra. El machismo en la sociedad negra fue muy fuerte. Y el racismo en este país, hace cincuenta años, era extremadamente profundo.
Las vueltas que da la vida: los Estados Unidos no sólo ha elegido y reelegido a su primer presidente negro, sino que su esposa goza de la aprobación de las dos terceras partes del país, un porcentaje superior al de su marido y al de la mayor parte de los dirigentes. Es decir, demócratas, independientes e incluso un porcentaje significativo de republicanos tienen una opinión positiva sobre la primera dama.
Hoy, cuando Michelle Obama habla, el país escucha. Lo logró durante la última convención del partido demócrata, cuando, en un fantástico discurso, presentó el caso de por qué el país debe elegir a Hillary Clinton como la próxima presidente. No sólo salvó la primera noche de la convención, sino que puso el tono para su exitosa culminación. Lo hizo de nuevo este último jueves, asumiendo la vocería de las mujeres del país para expresar la indignación que sentimos frente a Donald Trump y sus “vergonzosos comentarios sobre nuestros cuerpos. La falta de respeto por nuestras ambiciones e intelecto. La creencia de que puede hacer a una mujer cualquier cosa que quiera”. Eso es cruel, añadió, y hiere.
Si, Michelle Obama estaba furiosa, con razón. Habló desde el fondo de su alma y parecía que le salieran chispas de los ojos. Lo hizo en ese estilo tan propio y natural con el que, a pesar de leer con la ayuda de un teleprompter, hace sentir a los miembros de la audiencia como si hablara personalmente con cada uno de ellos.
No puedo creer, afirmó, que estemos “hablando de que un candidato a la presidencia de los Estados Unidos se ufane de asaltar sexualmente a las mujeres”. Con franqueza y claridad, expresó la repugnancia de un altísimo porcentaje de mujeres (y hombres) del país frente a las palabras y actitudes sexuales de Trump, confesadas vulgarmente en una grabación que salió a la luz pública y confirmada por varias mujeres que se han atrevido a declarar ante los medios y acusar a Trump de tales asaltos.
Estos desarrollos parecen haber enloquecido, aún más, a un candidato que ya daba muestras de desequilibrio. Lo grave es que, como reacción, quiere arrasar con la legitimidad de este proceso democrático y llamar a la insurrección a la masa de votantes que todavía lo apoyan, entre la población de hombres blancos con bajos niveles educativos. Ha culpado a todo el establecimiento político del país, tanto demócrata como republicano, de haberse aliado con los medios y con el poder de los bancos, para explotar a los trabajadores, destruirlo a él y a su familia y elegir a Hillary Clinton, a quien califica como criminal y corrupta. Como bien dijo el presidente Barack Obama, resulta una gran ironía que Donald Trump, que ha pasado los 70 años de su vida mostrando su falta de consideración frente a los trabajadores, hoy se presente como el defensor y abanderado de ellos.
Todavía faltan unos veinte días para las elecciones. Eso es una eternidad en una campaña política que ya ha sido demasiado larga y desconcertante. Sin embargo, es de esperar que Donald Trump no logre recuperar su imagen y encarrilar su candidatura.